Encomienda (cuento), de Claudia Cortalezzi

Estimada señora Ernestina:

Gracias a usted, soy una mujer feliz.
Me gustaría que pudiera ver qué linda quedó la pared con el reloj, un contraste perfecto. Lástima la manchita de humedad de al lado. Seguro que usted, de verlo, preguntaría: ¿por qué no lo puse sobre la mancha misma? Pero la verdad es que siempre quise tener un reloj ahí arriba, centrado sobre la alacena. Encima de la puertita de vidrio, ¿vio? Justo en el centro del mueble.
Hace un tiempo había tomado la decisión de comprar un reloj de pared, busqué en todas las relojerías y casas de regalos del barrio. Hasta le pedí a Cacho —mi vecino— que pusiera un clavo. Pero después no me alcanzó el dinero para comprar el reloj que me gustaba… Y, no era cuestión de comprar cualquier porquería. Mejor espero, me dije.
Así que el clavo estuvo denudo hasta ayer, cuando desenvolví la encomienda y vi este hermoso reloj, con grandes números dorados como siempre quise.
Primero le puse la pila y lo acomodé en la mesa, apoyado contra un sifón. Y lo estuve mirando mientras comía: el segundero rojo, su ritmo acompasado sobre el fondo negro.
Hasta me dieron ganas de llorar de alegría.
Después, desocupé la mesa. La empujé hasta que chocó con la mesada y puse una silla encima; dos patas sobre la mesa, dos sobre la mesada. Y así, subida a mi escalera improvisada, logré colgar el reloj.
Bajé con cuidado de no romperme ningún hueso, acomodé la mesa y la silla en su lugar, y otra vez me detuve a observarlo.
Se me ocurrió que sería buena idea poner una luz arriba, dirigida hacia el reloj. Pero para eso tendría que volver a llamar a Cacho y pedirle que pasara un cable. Él tendría que romper la pared… y a ver si después de tanto polvillo no prendo la luz porque no me dejaba dormir.
Ah, me olvidaba, usted no lo sabe: vivo en un monoambiente. No es muy grande pero yo lo tengo impecable, mire.
Como venía diciendo, al final tomé la determinación de no hacer la instalación eléctrica.
Pero anoche no pude pegar un ojo. Ese reloj, pensaba. Si le hubiese puesto la luz ahora lo miraría. ¡Qué mejor que contemplarlo de noche, cuando todos duermen, en silencio!
¡Después de esperarlo tanto, no podía dejarlo a oscuras!
Lo voy a llamar a Cacho, decidí, para que haga la instalación. Me aguanto el arreglo y así lo dejo contento. Al reloj, digo. Después de todo es tan hermoso que merece estar iluminado aunque no se lo mire.
Bueno, Ernestina, imagino que se estará preguntando para qué le escribo. Es que de golpe sentí la necesidad de agradecerle el envío. Aunque no conozco a ninguna Ernestina, no debo ser mal educada.
Le cuento que, después de tanta emoción, no podía recordar dónde había puesto el envoltorio de la encomienda. Lo tiré, pensaba. Pero al fin lo encontré: hecho un bollo debajo de la cama.
Busqué rápidamente su dirección, y descubrí una carta suya, pegada al paquete. Una carta dirigida a alguien que no era yo. ¡La encomienda estaba dirigida a otra persona! El domicilio que figuraba en el envío no era el de mi departamento.
Entonces me di cuenta de que el cartero se había equivocado de calle. Me di cuenta de que el reloj no era para mí.
Por eso le escribo, para preguntarle si me lo puedo quedar.


"Encomienda", de Claudia Cortalezzi
También en Breves no tan Breves
Publicado en el diario La opinión de Trenque Lauquen, el 11 de abril de 2010.

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