El manzano (cuento), de Claudia Cortalezzi

Es una larga historia, mi amigo. Una larga y vieja historia. No viene al caso ahora, sólo le digo que no debe usted cortar ese manzano. Esa es la única condición que le pongo a quien quiera comprar la casa.
Bueno, si insiste, se la voy a contar. ¿Usted quiere saber cómo empezó la cosa? Sí, sí, claro, la historia al manzano; a eso iba, hombre. Téngame paciencia.
Pasó hace muchos años.
Ya era de noche, pero eso no importaba. Nosotros —me refiero a los chicos del barrio— jugábamos a la pelota en la calle, que era nuestra cancha. En aquella época la calle era de tierra. Cuesta imaginarse ahora cómo lucía el barrio por esos días. Por esos días felices.
Siempre jugábamos ahí, sobre todo en el verano, que no había escuela y nadie madrugaba. En verano armábamos los partidos a la tardecita, cuando caía el sol. A eso de las seis de la tarde, se iban arrimando de a poco los jugadores. Había de todas la edades, mire, hasta unos muchachones grandotes, altos y musculosos. Me acuerdo que mi tía Rita —que andaría pisando los veinte— los miraba por la ventana. Una vez que nos juntábamos cuatro o cinco, arrancaba el partido. Los que venían después se acoplaban a algún equipo, al que tenía menos jugadores, ¿vio? Lo importante era jugar, pasar un buen rato, como le dicen. Yo era de los más chicos, pero no el menor. Mi hermano el Jose y el petiso cabezón de la otra cuadra estaban haciendo sus primeras armas en la cancha. Cuidá al Jose me decía mi papá cada vez que se iba a la obra. ¿Le dije que trabajaba de peón de albañil? Sí, mi papá, digo. Después aprendió a poner pisos y se dedicó a eso, a la colocación de cerámica, así lo decía él. Y lo hacía muy bien.
Me acuerdo que aquel día mi viejo no había ido a la obra, algo que me pareció raro, hasta pensé que andaría enfermo. No pregunté, los chicos tomábamos muchas cosas como venían, como nos parecían. Para qué preguntar. Igual, hasta que a uno no lo incluían en la ronda del mate, no podía preguntar nada ni tener una charla de verdad. Los chicos éramos chicos. Para muchas cosas éramos chicos. Así funcionaba todo. Y así vivíamos contentos.
Antes de salir para la canchita —la calle, sí, la calle—, me di cuenta de que mi papá no estaba enfermo, porque cuando abrí la puerta para irme con el Jose, apareció la gorda Charamona. Todos conocíamos a la Charamona, había sido la comadrona de la mayoría de los chicos del barrio. Así que me volví a darle un beso a mi mamá que estaba sentada en la mecedora. Recién advertía que no se había movido en todo el día. Tenía la panza a punto de explotar. Me dio un beso acá, en la mejilla.
—Tranquilo —me dijo—, todo va a andar bien. Seguro que cuando vuelvan de jugar ya va a haber nacido el hermanito.
En eso escuché que el flaco de la esquina nos llamaba a los gritos para arrancar el partido.
Se hizo de noche. Pero no pensábamos parar hasta que llamaran alguno para comer.
Y fue a mí al que llamaron. Bueno, no me llamaron, no fue un llamado exactamente.
Mi papá se apareció en la vereda, llevaba un balde en la mano.
—Enterrá esto —me dijo, bajito. Me entregó el balde y se metió para adentro.
Sin decir nada, empecé a caminar hacia el fondo de la casa, balde en mano —teníamos un buen terreno. Bueno, usted lo está viendo—. No sé si era una noche demasiado calurosa o yo estaba muy fatigado por el partido, la cosa es que me acuerdo que las gotas de transpiración me corrían desde el pelo, bajando por la cara. Mientras caminaba se me iba aquietando la agitación. Seguí a paso lento, inseguro; temía que alguno de mis amigos se acercase a ayudarme. Pero agudicé el oído, y me llegaron los gritos del fútbol desde lejos. Ellos seguían allá, por suerte. Apoyé el balde en el suelo y busqué la pala de punta, que usábamos para arreglar el cantero. A mi mamá le gustaban las flores en ese entonces. Me acuerdo como si fuera hoy, de golpe me pareció que ya no oía ni mi respiración. Lo que había alrededor era la respiración de la noche, el canto de los grillos, las luciérnagas bailoteando como señalándome el lugar donde debía yo enterrar aquello. Ah, perdón, no se lo dije aún: aquello era la placenta de mi hermanito. Se usaba, era común que se enterraran las placentas en los fondos de las casas.
En eso me sobresalté: la voz de papá que gritaba mi nombre desde adentro.
—Bien hondo —me dijo.
—Bien hondo —contesté. Y me acordé de aquel día cuando con los chicos enterramos a la lora de la tía Rita. La habíamos metido en una caja que hacía de ataúd, y después la sepultamos. Esa misma tarde vinieron los perros a escarbar la tierra blanda. Hicieron un desastre, mejor ni acordarse. Los perros tienen muy buen olfato, dijo el abuelo cuando salió a mirar.
El abuelo se había muerto unos meses atrás. Pobre; él quería conocer al nieto nuevo. No pudo, una lástima. Pero no sé por qué, cuando agarré la pala, volví a acordarme del abuelo. Lo vi enfermo, tirado en la cama, los ojos tristes, vidriosos. Y entonces se me ocurrió que él había estado pensando en la muerte y el cementerio, seguro que lo asustaba que los perros… ¡Cómo no me había dado cuenta antes!
Empuñé la pala con más fuerza y seguí cavando. Cuando terminé de hacer el pozo, advertí que el partido de fútbol había terminado. Todo era silencio. No, no todo era silencio: llegaba, tímido, desde adentro, el llanto de mi hermano recién nacido.
Era una nena, lo supe cuando entré a la casa.
Lo veo a usted pálido, amigo. ¿Acaso no sabía que las mujeres tenían familia en las casas? Nosotros nacimos los tres acá: yo, el Jose y mi hermanita.
Al otro día —bueno no sé si fue precisamente al otro día, pero sí durante aquella semana, seguro—, cayó el dueño del vivero a encargarle a papá un trabajo. Una changa. No recuerdo qué era lo que tenía que arreglarle en la casa, lo que sí recuerdo bien es que pagó con un manzano. Ése manzano, que era apenas una vara flaca y desgarbada y no dio frutos hasta muchos años después.
Yo planté el manzano, ¿sabe? Lo planté justo encima de la placenta de mi hermanita. Una buena forma de protegerla de los perros. ¡Como si supiera! ¿Cómo iba a saberlo?
Mi hermanita crecía. Ya hacía algunas gracias. Conocía mi voz y la de papá. A mí me estiraba los bracitos.
Disculpemé. Aunque hayan pasado tantos años, no puedo hablar de ella sin que se me atraganten las palabras.
Fue un día de otoño, con los primeros fríos. El Jose y yo volvimos de la escuela, y nos encontramos con que no había ni un plato de sopa. Por primera vez, mi mamá no había hecho la comida. Estaba en la pieza, con la beba. A mi hermanita le había subido tanto la fiebre, que ni el doctor supo cómo bajársela. Mamá, desesperada, no paraba de decir que la beba no quería saber nada con la teta. Y mi hermanita no paraba de llorar; lloraba y vomitaba.
En un par de días, se murió. La pusieron en un ataúd chichito, blanco.
Después, cuando se la llevaron al cementerio, todo cambió en la casa. No hubo más risas ni nada. Mamá le contaba a todo el mundo, con lujo de detalles, lo de la enfermedad y la muerte de mi hermanita.
No pasábamos un solo día sin ir a visitarla: la tumba más limpia y florida del cementerio. Mamá se quedaba horas sacando la gramínea de la tierra, de raíz la sacaba. Nosotros, el Jose y yo, la mirábamos, sentados en otra tumba.
Pero no fue siempre así. Un día mamá pareció olvidarse del cementerio.
Nosotros volvimos alguna que otra vez con la tía: todo se había llenado de yuyos, y de las flores quedaban los cadáveres caídos y pegados a los floreros como queriendo soltarse del metal para enterrarse en esa maraña de pasto amarillento.
Poco después, mamá se encerró en su pieza para no salir nunca más. Ocho años estuvo así, sin hablar con nadie. Me acuerdo que no me atrevía a mirarla, sus ojos daban miedo.
Fue entonces cuando floreció el manzano y dio frutos rojos y brillantes. Pocas manzanas, pero perfectamente redondeadas.
—Deliciosas —dijo mi tía Rita. Y contó las puntas con el dedo, para que el Jose y yo aprendiéramos.
No, no. Ya no da frutos, no. Desde que mamá murió, no da más frutos.
Pero cuando los daba, eran para ella. Enseguida nos dimos cuenta de que debían ser para ella. Y nadie más las probó. Había que reservarlas para mamá. ¡Cómo olvidarlo! Si cada bocado de una de esas manzanas la hacía sonreír. Y volvía a ser, por un ratito, mi querida mamá.

Cuento de Claudia Cortalezzi

Publicado en Revista Susana, agosto de 2013. 

11 comentarios:

  1. Gracias, Patricia. Y gracias, Ric.

    Dediqué este cuento a mi amiga Gladis, que me cedió gentilmente la idea.

    Besos
    Claudia

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  2. La misma que está moqueando mientras escribe convencida que era para que la usaras vos
    Gladis.

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  3. Hermoso, conmovedor. Gracias Claudia. Gracias mamá. Luciana

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  4. Gracias por tus comentarios, Luciana.
    Te mando un beso grande.

    Claudia

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  5. USTED SIEMPRE NOS COMPARTE, DESTREZAS DEL PENSAMIENTO.
    BESOS

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  6. Mis ojos entraron en la historia y se nublan, leo una y otra vez.
    Conmovedora historia de amor.
    Sin mas y con un nudo en mi garganta -Gracias

    Felicitaciones Clau

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