El joven permanecía ensimismado, indeciso, de pie en la solitaria avenida. Una persistente llovizna bañaba el desparejo empedrado, las fábricas abandonadas a lo lejos y, en la vereda de enfrente, el viejo edificio de tres plantas que parecía estar allí sólo para esperarlo. Había dejado la valija sobre la vereda y en la mano aferraba, con la firmeza de quien atesora su propio destino, el pequeño papel verde que lo había llevado hasta allí.
Las circunstancias que habían determinado que él, justamente él, se encontrara ahora a las puertas de lo que prometía ser un “hotel para escritores” se hundían en el misterio. El azar, las fuerzas de la vida o quizás simplemente un golpe de suerte, se habían conjugado para que alguna mano le entregara al pasar ese pequeño y sencillo volante que publicitaba el establecimiento. Ni siquiera recordaba quién se lo había dado: pudo haber sido una promotora enfundada en un vibrante jogging rojo, o un viejito de esos que sobreviven repartiendo anuncios. El era un escritor, y no solía prestar mayor atención a los detalles concretos de la vida. Era un escritor a pesar de que nunca, todavía, había escrito una obra completa, del principio al fin. Solía, eso sí, gastar sus zapatos deambulando por barriadas ignotas, dejando volar su mente por senderos propios. Imaginaba historias, sin descanso. Las dejaba crecer y revolverse hasta el límite de la memoria, hasta que los personajes y los escenarios parecían desvanecerse en una turbia confusión de acciones y gestos desconcertantes. Buscaba, entonces, algún lugar apropiado para sentarse a escribir, pero en ese momento veía cómo las historias se le escapaban. Llegó a refugiarse en bares de mala muerte, en parques sombríos, en callejas olvidadas. Lo intentó de todas las formas posibles, pero nunca logró pasar de unas pocas y mediocres líneas. Sin embargo, la fuerza que lo impulsaba a continuar con su insensata tarea era imperiosa: él estaba convencido de que sin literatura no había vida.
Así, en ese deambular de ensueños, había llegado esa fría mañana hasta la desolada avenida de los suburbios del Bajo. Releyó el volante, sin sospechar de la precariedad del estilo de redacción, ni de los escasos datos con que se pretendía tentar a los clientes. No había confusión posible: el único edificio de la cuadra coincidía con la dirección indicada, pero igual se quedó unos instantes contemplando la vieja mansión desvencijada, la veleta oxidada sobre el techo de chapas, el cartel de la entrada al que le faltaba la letra “H”.
“Después de todo”, pensó, “es un hotel para escritores. ¿Qué otra cosa se podía esperar?”. Y entró, subiendo paso a paso las gastadas escaleras del frente.
Lo recibió el conserje, un hombre viejo y flaco enfundado en un mugriento mameluco gris, que apuntó sus datos con displicencia e insistió luego, a pesar de que apenas si podía caminar, en cargar con su valija hasta el tercer piso. Los pasillos estaban desiertos, pero el joven creyó escuchar a su paso susurros misteriosos, tecleos febriles, soliloquios exaltados. Al llegar frente a la habitación 307, el conserje abrió la puerta, le entregó la vieja llave y endureció la mirada para advertirle:
—Lea atentamente el reglamento. Es muy importante.
Enseguida, dio media vuelta y se alejó a toda velocidad. Pero el joven no había llegado hasta allí para leer sino para escribir, de modo que ni bien el viejo lo dejó solo sacó la computadora portátil de la valija y le dio una larga mirada a la habitación, en busca del mejor rincón para instalarse. A decir verdad, el establecimiento no parecía tener nada de especial, más allá del empapelado húmedo, en partes despegado, y de la pequeña mesa de patas desparejas dispuesta frente a la cama. Podía haber esperado sorprenderse con decorados especiales en cada cuarto. O que éstos estuvieran dedicados, según su precio, a distintos escritores célebres, con enormes bibliotecas por todos los rincones, con bares temáticos... Pero se trataba de un viejo hotel sin ninguna gracia. Alzó la mesita, la colocó en el rincón más alejado del baño, la afirmó contra la pared para que no se moviera tanto, encendió un cigarrillo y se sentó a escribir.
Un par de horas más tarde, como siempre sucedía, sólo había logrado iniciar varios archivos con un par de renglones sin mayor interés. Abrió otro paquete de cigarrillos y se dejó estar mirando los dibujos diluidos del papel decorado, más cerca de la confusión que del enojo. Un ruido casi imperceptible, como de pasos deslizándose por el piso de madera, venía llamando su atención desde hacía un rato. Encendió otro cigarrillo y pegó la oreja a la pared, sólo para distraerse un poco. Era cierto, parecían pasos, tal vez de alguien descalzo, probablemente una mujer. Se concentró en los sonidos y creyó oír también cierto canturreo. Los pasos parecían acompañar rítmicamente a la voz que, ahora sí estuvo seguro, era la de una mujer. Tan sólo por instinto, tocó la pared con suavidad y se sorprendió cuando un trozo importante de empapelado se despegó de un golpe y quedó colgando junto a su hombro. Fue entonces que descubrió un detalle, casi imperceptible, que en un primer momento atribuyó a la casualidad o a un súbito cambio de suerte, y un poco más tarde a ciertos servicios del Hotel, destinados a facilitar la inspiración literaria entre sus pasajeros. Justo allí, a centímetros de sus ojos, había un pequeño agujero por el que podría llegar a observarse el interior de la habitación vecina. Tembloroso, acercó el ojo y la vio. Vio a la muchacha, deslizándose por el cuarto como si bailara, las manos tenues batiendo el aire, los pies descalzos, el cuerpo ajustado vibrando apenas en cada aleteo. No miró más, porque supo enseguida que se le estaba ofreciendo su alimento más preciado: una historia para ser contada. La historia de la bailarina que buscaba su destino en un viejo “Hotel para escritores”. Y se puso a escribirla.
Después de sólo media hora, creyó haber logrado por primera vez una buena cantidad de páginas sustanciosas y vivas. Las leyó y sonrió satisfecho. La cosa estaba funcionando. Luego volvió a pegar el ojo sobre la pequeña rendija, casi a modo de agradecimiento. La muchacha estaba aún allí, pero ahora descansaba desnuda sobre la cama, como buscando algo en el techo con los ojos, el brazo extendiéndose hacia una copa de champagne que la esperaba en la mesita de luz. Con un estremecimiento, él releyó el último párrafo de su relato. Un súbito resquemor le impedía avanzar con la lectura, pero hizo un esfuerzo por concentrarse en cada una de las palabras:
“… pero la bailarina no había llegado hasta el hotel para descansar. Estaba allí para otra cosa, aunque todavía no lograba saber cuál era. Decidida a no dejarse ganar por la tristeza, ella decidió celebrar en soledad: pidió una botella de champagne, la abrió, se sirvió una copa y, después de desnudarse en silencio, se tendió sobre la cama y se quedó mirando el techo.”
El escritor se rascó la barbilla, sorprendido y levemente atemorizado. Siguiendo su instinto, pegó como pudo el empapelado caído hasta que el orificio quedó cubierto, y volvió a escribir. Pero después de un par de párrafos no pudo resistir la tentación de espiar un poco más a su vecina. La muchacha, tal vez levemente borracha, bailaba ahora correteando desnuda por la habitación. Atónito, esta vez el escritor no tuvo necesidad de releer su relato para constatar que, una vez más, ella estaba haciendo exactamente lo que él acababa de escribir. Volvió a tapar el orificio y permaneció un largo rato allí sentado, fumando inquieto, la mente dispersa aunque generando, en algún sitio, un torbellino de vida creativa. Hasta que finalmente se decidió. Él era un escritor: Ya lo era. Por fin lo era. Así que forzó la vista en la pantalla y se lanzó a escribir endemoniadamente.
Recién se detuvo a descansar hacia el final del segundo capítulo, en el que contaba, con notable destreza, cómo la bailarina del viejo hotel, alertada por ciertos ruidos cercanos, se cubría apenas con una sábana y salía al pasillo con paso indeciso. Al llegar frente a la habitación 307, la bailarina dudaba apenas, se apretaba la sábana contra los hombros y golpeaba por fin la puerta con suavidad.
Unos golpes delicados resonaron en la puerta de la habitación 307. A esa altura, él estaba seguro de que eso era exactamente lo que iría a suceder, pero igual el asombro lo paralizó. Recién pudo reaccionar cuando, unos instantes después, creyó oír que los pies delicados de ella se alejaban por el pasillo. Salió de un salto a buscarla, abrió la puerta, la vio, le sonrió, la llamó con un gesto, la invitó a pasar con gentileza auténtica. Volvió a cerrar la puerta y, justo en ese instante sublime en que la literatura se fundía con la vida, comprendió que había cometido un tremendo error: no haber escrito (ni siquiera haber pensado) cómo seguirían las cosas una vez que ella estuviera finalmente en la habitación 307, entregada y palpitante frente a sus ojos cansados.
La muchacha parecía estar al tanto de las circunstancias, ya que caminó con paso firme hasta la cama, se sentó en ella y se quedó mirándolo con sonrisa de niña. Fue él quien no supo qué hacer. Atinó a acercarse, simulando certezas que no tenía, y la besó en la boca. Pero ella lo rechazó, aparentemente ofendida.
Intentó entonces sentarse a su lado y seducirla con conversaciones triviales, pero sólo recibió por respuesta una mirada burlona y canturreos dispersos. Permaneció, por fin, sentado tristemente en la cama, teniendo cuidado de no rozar siquiera la pierna que asomaba desnuda por debajo de la sábana. Hasta que ella, como si nunca hubiera llegado hasta allí, como si estuviera aún sola en su habitación y el hombre no existiera, se incorporó y se dejó deslizar hasta el extremo opuesto del cuarto y volvió enseguida a su lado en un rítmico balanceo, improvisando una suerte de coreografía que llenaba la habitación con desconcertantes figuras.
“Debí haberlo escrito. Hubiera bastado con un párrafo más”, pensó él, y tomó la insensata decisión de hacerlo en ese momento. Corrió entonces hasta la mesita, tomó la computadora portátil de un manotazo y fue a encerrarse en el baño sin dar ninguna explicación. Sentado en el inodoro, releyó los últimos renglones:
“La bailarina, como atraída por la potente mirada del escritor que no dejaba de observarla impúdicamente desde la habitación vecina, se cubrió con la sábana y salió al pasillo, decidida a conocer a ese hombre que secretamente la inquietaba. Golpeó la puerta, el escritor abrió y la invitó a pasar, ella aceptó gustosa...”
Se detuvo a pensar un instante. Sólo un instante, ya que no podía permitir que ella se aburriera y volviera sobre sus pasos. Pero había llegado al punto crucial y no quería equivocarse. Una idea aceptable vino a su mente. La escribió:
“El joven, con aplomo masculino, se acercó al teléfono, llamó al conserje y encargó una botella de champagne y dos copas. Agregó, luego de mirar de soslayo a la muchacha, algunos bocaditos a elección de la casa...”
Un golpeteo nervioso en la puerta del baño lo interrumpió.
Salió, imbuido de una vana esperanza, pero se encontró con el gesto serio, triste y a la vez amenazante del viejo conserje. El hombre permanecía parado en el centro de la habitación, sosteniendo la gastada bandeja con una botella de champagne, dos copas y un platito con masas secas. La muchacha, sin darle tiempo a reaccionar, salió del cuarto a las apuradas con un gesto de fastidio. Él intentó seguirla, pero no lo hizo. No estaba dispuesto a exponerse a una nueva humillación. O, cuanto menos, a un doloroso rechazo.
El viejo, tras dejar la bandeja sobre la cama con un hábil movimiento, salió con paso resignado, señalando algo al pasar en dirección a la puerta del baño.
—Le recomendé que leyera el reglamento —murmuró el hombre como para sí—. Aquí, las reglas deben cumplirse…
Ni bien oyó cómo el pestillo de la puerta se cerraba, el escritor corrió hasta la pared, arrancó el empapelado de un manotazo y pegó el ojo al orificio. La bailarina, justo en ese momento, entraba a la habitación y se arrojaba de un salto sobre la cama. Él se esforzó por prestar atención a cada detalle. Ahora ella parecía sacudirse en un llanto apagado, cubierta apenas por la sábana. La mesita de luz estaba vacía: la botella de champagne y la copa habían desaparecido.
Sin perder tiempo, se instaló en el baño dispuesto a rehacer su novela, por lo menos en los aspectos cruciales. Escribió y escribió, durante un tiempo que no pudo precisar pero que le pareció larguísimo, hasta sentir que el cansancio le ganaba. Pero estaba, también, extrañamente feliz: por primera vez había escrito una historia rebosante de vida.
En la nueva versión, era el escritor quien visitaba a su ocasional vecina, llevando consigo las copas y el champagne. También era él quien empujaba la puerta suavemente con el pie, sin quitar los ojos del cuerpo de la bailarina. Seguro de sí mismo, el joven se sentaba en la cama, sonreía francamente y confesaba que la había estado espiando. Y que no pensaba irse de allí hasta verla bailar nuevamente, verla y verla. Hartarse de mirarla. Como impulsada por un secreto designio, la muchacha dejaba caer la sábana y se deslizaba dulcemente sobre el piso de madera. Se diría que eran los ojos mismos del escritor los que dibujaban esas improbables coreografías. Luego de mirarla un buen rato, el escritor servía el champagne, se acercaba a la muchacha remedando sus pasos ligeros y le ofrecía una copa para el brindis. Ella aceptaba con un dejo de pudor. Después, en una secuencia de creciente vértigo, los dos bebían, sonreían, bailaban, se rozaban apenas, se besaban.
Lo que habría de suceder a continuación, lo escribió demorándose en los detalles, con obsesiva precisión en cada imagen, deleitado en su flamante poder. Se tomó el trabajo de describir el cuerpo de la mujer, sus aromas frutales, los pezones grandes, las ancas sólidas, las piernas perfectas. Relató también con minuciosidad los actos del escritor, su desnudez gloriosa, la habilidad de sus manos, las acrobacias de la lengua, la potencia de sus embestidas, la erección solvente.
Sin embargo, intuyendo un nuevo error, debió detenerse hacia el final del episodio, justo a tiempo para evitar un desenlace apresurado. El entusiasmo lo había llevado demasiado lejos, pero comprendió que no estaba todavía viviendo ese torbellino de pasión sino que permanecía solo en el baño, imaginando, escribiendo, creando. Claro que sus ficciones le resultaban ahora tan vívidas que se había dejado transportar por ellas, hasta un punto de excitación insostenible. Pero ya no había vuelta atrás. Corrió como un poseído hasta el cuarto vecino, arrastrando la botella y las copas, sabiendo que ya no sería dueño de sus actos. Y aunque pudo comprobar que, paso a paso, todo iba sucediendo tal como había sido escrito, las cosas no resultarían igual a lo imaginado. Su pasión desmesurada habría de perderlo.
Como en la novela, el escritor abrió la puerta con el pie y fijó su mirada en el cuerpo de la bailarina, pero ahora golpeándose la rodilla al pasar con un doloroso ruido. Luego, en efecto, fue a sentarse en la cama, junto a ella, pero su sonrisa ansiosa y su voz desesperada sólo consiguieron intimidarla. Ella, de todos modos, aceptó bailar desnuda para el joven escritor, con un leve temblor en el cuerpo. Después, él sirvió torpemente el champagne y siguió con todo lo demás, pero siempre de un modo más torpe, más fugaz y más amargo que lo imaginado. El final llegó, casi de inmediato, y él se dejó derramar sin pena ni gloria contra los muslos desnudos y trémulos de la muchacha. Su grotesco alarido se recortó contra el frío silencio del cuarto. La bailarina amagó con llorar pero se contuvo y se puso a mirarlo con ojos duros.
Semidesnudo, avergonzado, furioso, el escritor regresó a su habitación sin mirar atrás, ciegamente dispuesto a abandonar la empresa, a tentar la vida y la muerte en una última y desesperada jugada: borrar todo lo escrito. Entró al baño y permaneció un instante mirando la pantalla, saboreando quizás el posible y definitivo final. Fue entonces que sucedió algo inesperado, uno de esos hechos que, en las novelas, imponen un giro inevitable en la vida de los personajes. Alertado por un siseo apenas perceptible en la entrada, corrió junto a la puerta y se quedó mirando el pequeño sobrecito rosa que lo esperaba en el piso. Con delicada letra manuscrita, el sobre estaba dirigido al “Señor escritor”. Lo abrió, y leyó con ansiedad el texto de la breve misiva. Era una carta de ella, claro, en la que confesaba haber llegado al hotel para ser mirada, deseada, anhelada. Pero nunca, aclaraba también, para ser ultrajada. Se demoraba luego en reseñar amores quebrados, ilusiones mancilladas, cuitas de mujer. En un punto, a él le pareció que la carta podía estar dirigida a otro hombre, a cualquier hombre, a todos los hombres. Hasta que, inesperadamente, el texto se despachaba con una frase hiriente: “¡Bestia miserable! ¡Ojalá se te estrujen los huevos como si un perro hambriento te los estuviera mordiendo!”. De inmediato, un dolor animal le conmovió la entrepierna y lo obligó a doblarse en un penoso gesto. Reponiéndose apenas, no pudo evitar seguir leyendo y leyendo, hasta el final, aceptando así la encarnación de los atroces tormentos que ella había imaginado para él, las maldades insensatas que sólo podían surgir de la mente ciega de una mujer despechada.
El conserje lo encontró tirado en el piso, desnudo y sucio, la boca entreabierta, la nariz cubierta de sangre, el cuerpo entero flagelado y palpitante. Lo examinó ligeramente, sólo para comprobar que el hombre sobreviviría a los castigos recibidos, y fue a pararse frente a la puerta de la habitación, dándole la espalda. Se acomodó los lentes y leyó, fijando la vista en el cartón envejecido que colgaba allí probablemente desde tiempos inmemoriales:
—Reglamento del Hotel para escritores —recitó con voz monocorde—. Artículo uno: está prohibido espiar por las rendijas que hubiera o pudiese haber en las paredes. Sólo se permite estas actividades a verdaderos escritores. Artículo dos: el hotel no se hace responsable por los inconvenientes ocasionados a los pasajeros en ocasión de intentar intercambios amorosos, visitas furtivas o efusiones exageradas. Artículo tres: la habitación 307 no está disponible para escritores. Las únicas personas que podrán ingresar a la misma pertenecen al servicio del Hotel, y sólo podrán hacerlo en ocasión de realizar tareas de limpieza o mantenimiento. Por lo demás, la mencionada habitación queda reservada, en todos los casos, para personajes convocados por los señores escritores a los efectos de...”
—¿Personajes? —lo interrumpió en un gemido el escritor, riéndose como pudo por primera vez en el día—. ¿Cómo que “personajes”?
—Sí, así es. —respondió el viejo, lacónico—. Personajes.
—No puede ser. Yo…yo…
—¿Y quién crees ser, entonces?
—Bueno… yo… un escritor…
—¿Un escritor? ¿Cuál? ¿Dónde está tu obra? ¿Qué has escrito? ¿Cómo te llamas? No tienes nombre. Sólo eres “el escritor”.
Entonces, como si hubiera recibido un golpe en plena cara, lo comprendió todo. No lo había pensado hasta el momento, pero así era. Ni siquiera en su propia novela él tenía un nombre. Nunca lo había tenido. Su vida entera podía resumirse en esa tarde en el Hotel. Abatido, se desplomó sobre la cama con el rostro entre las manos.
—No es tan malo, no deberías tomarlo así —agregó el conserje, en su único gesto de humanidad—. Después de todo, has sido convocado para una historia de amor. Más de uno te estará envidiando.
Mario Berardi
Publicado en inglés en Ficciones argentinas: "Room 307".
Las circunstancias que habían determinado que él, justamente él, se encontrara ahora a las puertas de lo que prometía ser un “hotel para escritores” se hundían en el misterio. El azar, las fuerzas de la vida o quizás simplemente un golpe de suerte, se habían conjugado para que alguna mano le entregara al pasar ese pequeño y sencillo volante que publicitaba el establecimiento. Ni siquiera recordaba quién se lo había dado: pudo haber sido una promotora enfundada en un vibrante jogging rojo, o un viejito de esos que sobreviven repartiendo anuncios. El era un escritor, y no solía prestar mayor atención a los detalles concretos de la vida. Era un escritor a pesar de que nunca, todavía, había escrito una obra completa, del principio al fin. Solía, eso sí, gastar sus zapatos deambulando por barriadas ignotas, dejando volar su mente por senderos propios. Imaginaba historias, sin descanso. Las dejaba crecer y revolverse hasta el límite de la memoria, hasta que los personajes y los escenarios parecían desvanecerse en una turbia confusión de acciones y gestos desconcertantes. Buscaba, entonces, algún lugar apropiado para sentarse a escribir, pero en ese momento veía cómo las historias se le escapaban. Llegó a refugiarse en bares de mala muerte, en parques sombríos, en callejas olvidadas. Lo intentó de todas las formas posibles, pero nunca logró pasar de unas pocas y mediocres líneas. Sin embargo, la fuerza que lo impulsaba a continuar con su insensata tarea era imperiosa: él estaba convencido de que sin literatura no había vida.
Así, en ese deambular de ensueños, había llegado esa fría mañana hasta la desolada avenida de los suburbios del Bajo. Releyó el volante, sin sospechar de la precariedad del estilo de redacción, ni de los escasos datos con que se pretendía tentar a los clientes. No había confusión posible: el único edificio de la cuadra coincidía con la dirección indicada, pero igual se quedó unos instantes contemplando la vieja mansión desvencijada, la veleta oxidada sobre el techo de chapas, el cartel de la entrada al que le faltaba la letra “H”.
“Después de todo”, pensó, “es un hotel para escritores. ¿Qué otra cosa se podía esperar?”. Y entró, subiendo paso a paso las gastadas escaleras del frente.
Lo recibió el conserje, un hombre viejo y flaco enfundado en un mugriento mameluco gris, que apuntó sus datos con displicencia e insistió luego, a pesar de que apenas si podía caminar, en cargar con su valija hasta el tercer piso. Los pasillos estaban desiertos, pero el joven creyó escuchar a su paso susurros misteriosos, tecleos febriles, soliloquios exaltados. Al llegar frente a la habitación 307, el conserje abrió la puerta, le entregó la vieja llave y endureció la mirada para advertirle:
—Lea atentamente el reglamento. Es muy importante.
Enseguida, dio media vuelta y se alejó a toda velocidad. Pero el joven no había llegado hasta allí para leer sino para escribir, de modo que ni bien el viejo lo dejó solo sacó la computadora portátil de la valija y le dio una larga mirada a la habitación, en busca del mejor rincón para instalarse. A decir verdad, el establecimiento no parecía tener nada de especial, más allá del empapelado húmedo, en partes despegado, y de la pequeña mesa de patas desparejas dispuesta frente a la cama. Podía haber esperado sorprenderse con decorados especiales en cada cuarto. O que éstos estuvieran dedicados, según su precio, a distintos escritores célebres, con enormes bibliotecas por todos los rincones, con bares temáticos... Pero se trataba de un viejo hotel sin ninguna gracia. Alzó la mesita, la colocó en el rincón más alejado del baño, la afirmó contra la pared para que no se moviera tanto, encendió un cigarrillo y se sentó a escribir.
Un par de horas más tarde, como siempre sucedía, sólo había logrado iniciar varios archivos con un par de renglones sin mayor interés. Abrió otro paquete de cigarrillos y se dejó estar mirando los dibujos diluidos del papel decorado, más cerca de la confusión que del enojo. Un ruido casi imperceptible, como de pasos deslizándose por el piso de madera, venía llamando su atención desde hacía un rato. Encendió otro cigarrillo y pegó la oreja a la pared, sólo para distraerse un poco. Era cierto, parecían pasos, tal vez de alguien descalzo, probablemente una mujer. Se concentró en los sonidos y creyó oír también cierto canturreo. Los pasos parecían acompañar rítmicamente a la voz que, ahora sí estuvo seguro, era la de una mujer. Tan sólo por instinto, tocó la pared con suavidad y se sorprendió cuando un trozo importante de empapelado se despegó de un golpe y quedó colgando junto a su hombro. Fue entonces que descubrió un detalle, casi imperceptible, que en un primer momento atribuyó a la casualidad o a un súbito cambio de suerte, y un poco más tarde a ciertos servicios del Hotel, destinados a facilitar la inspiración literaria entre sus pasajeros. Justo allí, a centímetros de sus ojos, había un pequeño agujero por el que podría llegar a observarse el interior de la habitación vecina. Tembloroso, acercó el ojo y la vio. Vio a la muchacha, deslizándose por el cuarto como si bailara, las manos tenues batiendo el aire, los pies descalzos, el cuerpo ajustado vibrando apenas en cada aleteo. No miró más, porque supo enseguida que se le estaba ofreciendo su alimento más preciado: una historia para ser contada. La historia de la bailarina que buscaba su destino en un viejo “Hotel para escritores”. Y se puso a escribirla.
Después de sólo media hora, creyó haber logrado por primera vez una buena cantidad de páginas sustanciosas y vivas. Las leyó y sonrió satisfecho. La cosa estaba funcionando. Luego volvió a pegar el ojo sobre la pequeña rendija, casi a modo de agradecimiento. La muchacha estaba aún allí, pero ahora descansaba desnuda sobre la cama, como buscando algo en el techo con los ojos, el brazo extendiéndose hacia una copa de champagne que la esperaba en la mesita de luz. Con un estremecimiento, él releyó el último párrafo de su relato. Un súbito resquemor le impedía avanzar con la lectura, pero hizo un esfuerzo por concentrarse en cada una de las palabras:
“… pero la bailarina no había llegado hasta el hotel para descansar. Estaba allí para otra cosa, aunque todavía no lograba saber cuál era. Decidida a no dejarse ganar por la tristeza, ella decidió celebrar en soledad: pidió una botella de champagne, la abrió, se sirvió una copa y, después de desnudarse en silencio, se tendió sobre la cama y se quedó mirando el techo.”
El escritor se rascó la barbilla, sorprendido y levemente atemorizado. Siguiendo su instinto, pegó como pudo el empapelado caído hasta que el orificio quedó cubierto, y volvió a escribir. Pero después de un par de párrafos no pudo resistir la tentación de espiar un poco más a su vecina. La muchacha, tal vez levemente borracha, bailaba ahora correteando desnuda por la habitación. Atónito, esta vez el escritor no tuvo necesidad de releer su relato para constatar que, una vez más, ella estaba haciendo exactamente lo que él acababa de escribir. Volvió a tapar el orificio y permaneció un largo rato allí sentado, fumando inquieto, la mente dispersa aunque generando, en algún sitio, un torbellino de vida creativa. Hasta que finalmente se decidió. Él era un escritor: Ya lo era. Por fin lo era. Así que forzó la vista en la pantalla y se lanzó a escribir endemoniadamente.
Recién se detuvo a descansar hacia el final del segundo capítulo, en el que contaba, con notable destreza, cómo la bailarina del viejo hotel, alertada por ciertos ruidos cercanos, se cubría apenas con una sábana y salía al pasillo con paso indeciso. Al llegar frente a la habitación 307, la bailarina dudaba apenas, se apretaba la sábana contra los hombros y golpeaba por fin la puerta con suavidad.
Unos golpes delicados resonaron en la puerta de la habitación 307. A esa altura, él estaba seguro de que eso era exactamente lo que iría a suceder, pero igual el asombro lo paralizó. Recién pudo reaccionar cuando, unos instantes después, creyó oír que los pies delicados de ella se alejaban por el pasillo. Salió de un salto a buscarla, abrió la puerta, la vio, le sonrió, la llamó con un gesto, la invitó a pasar con gentileza auténtica. Volvió a cerrar la puerta y, justo en ese instante sublime en que la literatura se fundía con la vida, comprendió que había cometido un tremendo error: no haber escrito (ni siquiera haber pensado) cómo seguirían las cosas una vez que ella estuviera finalmente en la habitación 307, entregada y palpitante frente a sus ojos cansados.
La muchacha parecía estar al tanto de las circunstancias, ya que caminó con paso firme hasta la cama, se sentó en ella y se quedó mirándolo con sonrisa de niña. Fue él quien no supo qué hacer. Atinó a acercarse, simulando certezas que no tenía, y la besó en la boca. Pero ella lo rechazó, aparentemente ofendida.
Intentó entonces sentarse a su lado y seducirla con conversaciones triviales, pero sólo recibió por respuesta una mirada burlona y canturreos dispersos. Permaneció, por fin, sentado tristemente en la cama, teniendo cuidado de no rozar siquiera la pierna que asomaba desnuda por debajo de la sábana. Hasta que ella, como si nunca hubiera llegado hasta allí, como si estuviera aún sola en su habitación y el hombre no existiera, se incorporó y se dejó deslizar hasta el extremo opuesto del cuarto y volvió enseguida a su lado en un rítmico balanceo, improvisando una suerte de coreografía que llenaba la habitación con desconcertantes figuras.
“Debí haberlo escrito. Hubiera bastado con un párrafo más”, pensó él, y tomó la insensata decisión de hacerlo en ese momento. Corrió entonces hasta la mesita, tomó la computadora portátil de un manotazo y fue a encerrarse en el baño sin dar ninguna explicación. Sentado en el inodoro, releyó los últimos renglones:
“La bailarina, como atraída por la potente mirada del escritor que no dejaba de observarla impúdicamente desde la habitación vecina, se cubrió con la sábana y salió al pasillo, decidida a conocer a ese hombre que secretamente la inquietaba. Golpeó la puerta, el escritor abrió y la invitó a pasar, ella aceptó gustosa...”
Se detuvo a pensar un instante. Sólo un instante, ya que no podía permitir que ella se aburriera y volviera sobre sus pasos. Pero había llegado al punto crucial y no quería equivocarse. Una idea aceptable vino a su mente. La escribió:
“El joven, con aplomo masculino, se acercó al teléfono, llamó al conserje y encargó una botella de champagne y dos copas. Agregó, luego de mirar de soslayo a la muchacha, algunos bocaditos a elección de la casa...”
Un golpeteo nervioso en la puerta del baño lo interrumpió.
Salió, imbuido de una vana esperanza, pero se encontró con el gesto serio, triste y a la vez amenazante del viejo conserje. El hombre permanecía parado en el centro de la habitación, sosteniendo la gastada bandeja con una botella de champagne, dos copas y un platito con masas secas. La muchacha, sin darle tiempo a reaccionar, salió del cuarto a las apuradas con un gesto de fastidio. Él intentó seguirla, pero no lo hizo. No estaba dispuesto a exponerse a una nueva humillación. O, cuanto menos, a un doloroso rechazo.
El viejo, tras dejar la bandeja sobre la cama con un hábil movimiento, salió con paso resignado, señalando algo al pasar en dirección a la puerta del baño.
—Le recomendé que leyera el reglamento —murmuró el hombre como para sí—. Aquí, las reglas deben cumplirse…
Ni bien oyó cómo el pestillo de la puerta se cerraba, el escritor corrió hasta la pared, arrancó el empapelado de un manotazo y pegó el ojo al orificio. La bailarina, justo en ese momento, entraba a la habitación y se arrojaba de un salto sobre la cama. Él se esforzó por prestar atención a cada detalle. Ahora ella parecía sacudirse en un llanto apagado, cubierta apenas por la sábana. La mesita de luz estaba vacía: la botella de champagne y la copa habían desaparecido.
Sin perder tiempo, se instaló en el baño dispuesto a rehacer su novela, por lo menos en los aspectos cruciales. Escribió y escribió, durante un tiempo que no pudo precisar pero que le pareció larguísimo, hasta sentir que el cansancio le ganaba. Pero estaba, también, extrañamente feliz: por primera vez había escrito una historia rebosante de vida.
En la nueva versión, era el escritor quien visitaba a su ocasional vecina, llevando consigo las copas y el champagne. También era él quien empujaba la puerta suavemente con el pie, sin quitar los ojos del cuerpo de la bailarina. Seguro de sí mismo, el joven se sentaba en la cama, sonreía francamente y confesaba que la había estado espiando. Y que no pensaba irse de allí hasta verla bailar nuevamente, verla y verla. Hartarse de mirarla. Como impulsada por un secreto designio, la muchacha dejaba caer la sábana y se deslizaba dulcemente sobre el piso de madera. Se diría que eran los ojos mismos del escritor los que dibujaban esas improbables coreografías. Luego de mirarla un buen rato, el escritor servía el champagne, se acercaba a la muchacha remedando sus pasos ligeros y le ofrecía una copa para el brindis. Ella aceptaba con un dejo de pudor. Después, en una secuencia de creciente vértigo, los dos bebían, sonreían, bailaban, se rozaban apenas, se besaban.
Lo que habría de suceder a continuación, lo escribió demorándose en los detalles, con obsesiva precisión en cada imagen, deleitado en su flamante poder. Se tomó el trabajo de describir el cuerpo de la mujer, sus aromas frutales, los pezones grandes, las ancas sólidas, las piernas perfectas. Relató también con minuciosidad los actos del escritor, su desnudez gloriosa, la habilidad de sus manos, las acrobacias de la lengua, la potencia de sus embestidas, la erección solvente.
Sin embargo, intuyendo un nuevo error, debió detenerse hacia el final del episodio, justo a tiempo para evitar un desenlace apresurado. El entusiasmo lo había llevado demasiado lejos, pero comprendió que no estaba todavía viviendo ese torbellino de pasión sino que permanecía solo en el baño, imaginando, escribiendo, creando. Claro que sus ficciones le resultaban ahora tan vívidas que se había dejado transportar por ellas, hasta un punto de excitación insostenible. Pero ya no había vuelta atrás. Corrió como un poseído hasta el cuarto vecino, arrastrando la botella y las copas, sabiendo que ya no sería dueño de sus actos. Y aunque pudo comprobar que, paso a paso, todo iba sucediendo tal como había sido escrito, las cosas no resultarían igual a lo imaginado. Su pasión desmesurada habría de perderlo.
Como en la novela, el escritor abrió la puerta con el pie y fijó su mirada en el cuerpo de la bailarina, pero ahora golpeándose la rodilla al pasar con un doloroso ruido. Luego, en efecto, fue a sentarse en la cama, junto a ella, pero su sonrisa ansiosa y su voz desesperada sólo consiguieron intimidarla. Ella, de todos modos, aceptó bailar desnuda para el joven escritor, con un leve temblor en el cuerpo. Después, él sirvió torpemente el champagne y siguió con todo lo demás, pero siempre de un modo más torpe, más fugaz y más amargo que lo imaginado. El final llegó, casi de inmediato, y él se dejó derramar sin pena ni gloria contra los muslos desnudos y trémulos de la muchacha. Su grotesco alarido se recortó contra el frío silencio del cuarto. La bailarina amagó con llorar pero se contuvo y se puso a mirarlo con ojos duros.
Semidesnudo, avergonzado, furioso, el escritor regresó a su habitación sin mirar atrás, ciegamente dispuesto a abandonar la empresa, a tentar la vida y la muerte en una última y desesperada jugada: borrar todo lo escrito. Entró al baño y permaneció un instante mirando la pantalla, saboreando quizás el posible y definitivo final. Fue entonces que sucedió algo inesperado, uno de esos hechos que, en las novelas, imponen un giro inevitable en la vida de los personajes. Alertado por un siseo apenas perceptible en la entrada, corrió junto a la puerta y se quedó mirando el pequeño sobrecito rosa que lo esperaba en el piso. Con delicada letra manuscrita, el sobre estaba dirigido al “Señor escritor”. Lo abrió, y leyó con ansiedad el texto de la breve misiva. Era una carta de ella, claro, en la que confesaba haber llegado al hotel para ser mirada, deseada, anhelada. Pero nunca, aclaraba también, para ser ultrajada. Se demoraba luego en reseñar amores quebrados, ilusiones mancilladas, cuitas de mujer. En un punto, a él le pareció que la carta podía estar dirigida a otro hombre, a cualquier hombre, a todos los hombres. Hasta que, inesperadamente, el texto se despachaba con una frase hiriente: “¡Bestia miserable! ¡Ojalá se te estrujen los huevos como si un perro hambriento te los estuviera mordiendo!”. De inmediato, un dolor animal le conmovió la entrepierna y lo obligó a doblarse en un penoso gesto. Reponiéndose apenas, no pudo evitar seguir leyendo y leyendo, hasta el final, aceptando así la encarnación de los atroces tormentos que ella había imaginado para él, las maldades insensatas que sólo podían surgir de la mente ciega de una mujer despechada.
El conserje lo encontró tirado en el piso, desnudo y sucio, la boca entreabierta, la nariz cubierta de sangre, el cuerpo entero flagelado y palpitante. Lo examinó ligeramente, sólo para comprobar que el hombre sobreviviría a los castigos recibidos, y fue a pararse frente a la puerta de la habitación, dándole la espalda. Se acomodó los lentes y leyó, fijando la vista en el cartón envejecido que colgaba allí probablemente desde tiempos inmemoriales:
—Reglamento del Hotel para escritores —recitó con voz monocorde—. Artículo uno: está prohibido espiar por las rendijas que hubiera o pudiese haber en las paredes. Sólo se permite estas actividades a verdaderos escritores. Artículo dos: el hotel no se hace responsable por los inconvenientes ocasionados a los pasajeros en ocasión de intentar intercambios amorosos, visitas furtivas o efusiones exageradas. Artículo tres: la habitación 307 no está disponible para escritores. Las únicas personas que podrán ingresar a la misma pertenecen al servicio del Hotel, y sólo podrán hacerlo en ocasión de realizar tareas de limpieza o mantenimiento. Por lo demás, la mencionada habitación queda reservada, en todos los casos, para personajes convocados por los señores escritores a los efectos de...”
—¿Personajes? —lo interrumpió en un gemido el escritor, riéndose como pudo por primera vez en el día—. ¿Cómo que “personajes”?
—Sí, así es. —respondió el viejo, lacónico—. Personajes.
—No puede ser. Yo…yo…
—¿Y quién crees ser, entonces?
—Bueno… yo… un escritor…
—¿Un escritor? ¿Cuál? ¿Dónde está tu obra? ¿Qué has escrito? ¿Cómo te llamas? No tienes nombre. Sólo eres “el escritor”.
Entonces, como si hubiera recibido un golpe en plena cara, lo comprendió todo. No lo había pensado hasta el momento, pero así era. Ni siquiera en su propia novela él tenía un nombre. Nunca lo había tenido. Su vida entera podía resumirse en esa tarde en el Hotel. Abatido, se desplomó sobre la cama con el rostro entre las manos.
—No es tan malo, no deberías tomarlo así —agregó el conserje, en su único gesto de humanidad—. Después de todo, has sido convocado para una historia de amor. Más de uno te estará envidiando.
Mario Berardi
Publicado en inglés en Ficciones argentinas: "Room 307".
Exquisito cuento.
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