Con doble vuelta de llave (cuento), de Claudia Cortalezzi









Cuento publicado en la Revista digital NM nº 23, fabrero de 1012.
















1
El teléfono.
“Ángel”, pensé, sin saber por qué.
Me había quedado dormida, o quizá sólo había cabeceado. Pero el teléfono me sacó tan bruscamente del sueño que arrastré hasta la vigilia las dos sílabas de aquel nombre: Án-gel.
Y otra vez el teléfono.
Debía acabar con el infernal ruido antes de que me volviera loca.
Levanté el auricular.
—¿Veca? —oí—. ¿Veca, sos vos?
¿Era la voz de mamá?
Ángel. Una vez más, esa palabra vino a mi memoria.
¿Quién sería “Ángel”? Una ima­gen cruzó por mi cabeza. Un escalo­frío. Hay cosas de las que mejor ni a­cor­darse.
—¿Veca? ¿Estás ahí?
Mamá, sin duda. Nadie más que ella me llamaría “Veca”.
Verónica habla —dije—, ¿quién es?
—¿Veca, sos vos? —sonaba ner­viosa, desencajada—. ¡Ah, qué alivio escucharte! Veca, por favor, ve­ní —me estaba rogando—. Por fa­vor, Veca. Vení a la casa de la calle Urquiza, te necesito.
Y cortó antes de que yo atinara a responder.
Colgué a mi vez y volví a la cama.
Mamá. ¿Qué podía ser tan importante como para decidirla al supremo es­fuerzo de llamarme? Ni siquiera había asistido a mi fiesta de graduación. Fui una tarada al hacerle caso a Ju­lián. “Llamala”, me había dicho. “Se­gu­ro que no viene porque no la invi­taste”. Claro: hacía poco que salía­mos, y él no tenía mucha idea de có­mo venía la historia. Y yo la invité como una buena estúpida, y ella ni se tomó el trabajo de mandarme a decir que no iría.
Ángel. Ahora, después del llama­do de mamá, no pude reprimir el re­cuerdo. Ángel era el nombre que yo había elegido para ese hermano…
Ángel. Mamá. Papá. Y pensar que pasaron veinte años de la última vez.
Increíble.
2
—Vení, Vequi —me había dicho ma­má un tarde de veinte años atrás—. Agachate y apoyá la oreja en la panza. Acá, pegadita al ombligo.
Mientras me acomodaba, ella des­lizaba sus dedos suaves y tibios por mi cabeza, con esa ternura que aún hoy me hace estremecer en sueños.
—Ahora respirá despacio —me susurraba—, respirá despacio y con­cen­trate en los latidos del corazón.
—¿Pero el corazón está en la panza?
Mamá. Mamá y esa sonrisa suya.
—No hablo de mi corazón —di­jo—, sino del de tu hermanito.
—¿Cómo se va a llamar, mamá?
—No sé, Veca. Tendríamos que discutirlo.
—La verdad verdadera, a mí me gustaría Ángel.
Me imaginaba enseñándole a jugar, cuidándolo en los primeros pa­sos. ¿Cómo sería un hermano, un Ángel? ¿Cómo sería tenerlo, acariciar­lo, besarle los cachetes? ¿Qué tendría de mí? Con suerte, nada; con suerte no andaría por el mundo con este re­pulsivo garbanzo en la mejilla y esta nariz de bruja de cuento. Él sería hermoso, perfecto.
Él se parecería a papá.
Con mamá habíamos arreglado la habitación de huéspedes, que nun­ca se usaba. Mientras pintaban las paredes de azul pálido, fuimos de compras. Jamás tendré ni idea de con qué me vine ayer mismo del sú­per, pero de mis siete años hay cosas que regresan cada vez con mayor claridad. Por ejemplo, de pronto, re­cuerdo que yo elegí una alfombra celeste con ositos.
Papá volvía más temprano que nunca del trabajo y hasta ayudaba a preparar la cena. Él también estaba ansioso: a cada rato la andaba retan­do a mamá y le decía que debía des­cansar. Y mientras ella se tiraba en un sillón a ver la tele, papá y yo cociná­bamos. Me hacía muy feliz quedarme a solas con él y ayudarlo parada en un banquito para llegar a la mesada. Para llegar a papá, mejor dicho.
Lo único que me molestaba de mi hermano era que iba a nacer justo cuando yo empezara el colegio, y ni mamá ni papá podrían acompañar­me ese primer día.
Pero el parto se retrasó una se­mana.
—Seguramente mañana ya po­dés venir a conocerlo —me dijo ma­má, saliendo para la clínica. Se había vuelto tan pesada que apenas podía caminar. Iba agarrándose la panza, tratando de mantenerse derecha. Papá, caballero como siempre, la acom­pañó sin despegarse de ella.
A mí me encerraron en casa con la tía Tita.
Era la primera vez, desde que supe que iba a tener un hermanito, que sentía angustia. Me tendí boca arri­ba en la cama, mirando el techo, y no con­testé a los llamados insis­ten­tes de la tía para que bajara a cenar.
La luz se hizo cada vez más débil hasta que por fin llegó la noche, y el cielo raso se convirtió en un espejo; me veía con tal definición como si fuese de día. Cerré los ojos. Ya no se reflejaba mi imagen sino la de mi hermanito. Su cuerpo se estiraba, crecía a velocidad. Y de golpe adquirió el tamaño de un hombre. De un hom­bre desnudo.
Aparté la atención de su sexo y me detuve en los ojos: eran tan cla­ros... De ellos se desprendieron unos cordones transparentes, de gelatina, pensé, asquerosos. Segun­dos más tarde, advertí que aquellos apén­dices o tentáculos o lo que fue­sen escapaban también de sus oídos.
Aterrorizada, miré hacia la pared. Toda la noche.
No sé cuánto tardé en dormirme, sólo que el castañetear de mis dientes me asustaba mucho.
Desperté cerca del mediodía.
Papá ya había vuelto de la clínica. Caminaba de un lado para otro, y a cada pregunta de la tía respondía con un gruñido.
Corrí a abrazarlo.
—¿Puedo verlo, papi?
—¡No! —dijo apartándome—. Es­tá enfermo.
—¿Y, mamá? ¿Cuándo viene?
—Pronto.
—¿Qué tiene mi hermanito? ¿Es contagioso?
—¡Basta, Veca! No viene y está enfermo. Eso es todo.
Dos semanas después, mamá ya es­taba de nuevo en casa. Yo volvía del colegio, cansada de extrañarla; así que la abracé tan fuerte... Sentí que me ahogaba.
Después corrí por las escaleras hasta el cuarto azul.
Pero habían echado llave a la puerta.
—Sigue enfermo —explicó papá con los puños tan apretados, que has­ta la cara se le había vuelto roja. Se parecía al increíble Hulk en el momento de la transformación.
Al principio creí que todo era un engaño, que mi hermanito había muer­to, que me mentían para que no su­friera. Pero no era la muerte lo que me ocultaban.
Días más tarde me cambiaron de colegio; sin ninguna explicación, terminé el año en un internado.
Los domingos eran los únicos días que pasaba en familia. Jamás salíamos de la casa. Y, cuando mamá se distraía con la costura y papá se metía a ver el noticiero, yo me esca­bullía por las escaleras y por el pasillo hasta la puerta prohibida, que perma­necía cerrada.
Uno de esos domingos, mamá me dijo que a mi hermanito lo habían trasladado a una clínica especial.
—Para que se recupere del todo, Veca.
No le creí.
Tampoco le creí cuando me dijo que le habían alquilado el cuarto azul a una mujer llamada Nora.
Nora no salía nunca de casa. Yo la veía en la cocina, cuchicheando con mamá. La veía encerrarse en su habi­tación con un plato de comida: papillas de zapallo o algo por el estilo. A veces Nora llevaba escondidos bajo la reme­ra elementos de higiene. Una vez le descubrí una jeringa en la mano.
Ya me había dado cuenta, pero la jeringa me lo confirmó: Nora era la enfermera de lo que mamá había dado a luz aquella tarde de marzo.
En las vacaciones de verano me mandaron a vivir con la tía Tita.
Y, al comienzo del segundo gra­do, sucedió lo peor que me pasó en toda mi vida: papá había desapare­cido.
Mamá envejeció de golpe. Cami­na­ba arrastrando los pies y se pasaba horas mirando el vacío. Muchas veces yo la llamaba, esperando encontrar a aquella mamá dulce y tierna, pero ella no me oía.
De los años que siguieron recuer­do poco. Mi único objetivo era con­vertirme en una alumna brillante, cosa que logré ampliamente. Incluso llegué a recibirme con honores en la facultad. Además, nunca dejé de rastrear el paradero de papá —lo que me sirvió para olvidarme de mamá y de mi hermanito—. ¡Qué felicidad cuando creí que lo había encontrado al leer en la web el listado de páginas con “Fernando Ríos”! Pero ninguno de estos homónimos era mi padre. Al­guien con temperamento de bromista me dijo que lo había visto en un retiro espiritual, junto a unos monjes que se recluían en las montañas.
En todos esos años, sólo vi apenas dos veces la figura siniestra del cielo raso. Ya casi me había olvidado de a­quella tarde de domingo cuando, al tantear el picaporte de la habitación azul, la encontré por fin abierta; el bul­to de las frazadas delataba el cuer­pito que respiraba pausadamente, pero yo no alcancé a verlo. Mamá me arrancó de un brazo hasta el pa­sillo y cerró la puerta con llave.
Ni siquiera me retó. Fue al come­dor, levantó el teléfono y marcó un número de memoria. Hablaba muy bajo y su expresión era como de loca.
Al rato llegó la tía Tita y me ayudó a preparar las valijas. Me instalé de­finitivamente en su casa.
Ese día dejé de ser Veca para con­vertirme en Verónica.
Ese día fue la última vez que vi a mamá.
En aquellos años, la tía me decía que mamá estaba mal y que por eso no iba a visitarme. Poco después dejé de preguntar por ella. Me preo­cupé exclusivamente de pensar en papá; con el tiempo, empecé a bus­carlo.
Y ahora, cuando ya mamá estaba muerta y enterrada para mí, a los dos años de haberle enviado la invi­tación, ahora ella me necesitaba y yo acudía a su pedido de auxilio.
3
Hojas negras y húmedas cubrían como un pegote apelmazado los es­calones que separaban la vereda de la puerta de entrada en la mitad de cuadra de Urquiza al setecientos. Como si nadie los hubiera pisado en mucho tiempo, como si pertene­cieran a una casa de fantasmas.
Toqué el timbre y esperé.
Nada.
Tanteé el picaporte; la puerta no tenía llave.
Entré.
Pensar que era ella quien ahora me había llamado. Pensar que ahora yo volvía a caminar por esa casa de la que me habían corrido sin expli­ca­ción alguna.
El interior era aún peor; la os­curidad de ventanas cerradas se hacía uno con el olor a encierro.
Antes de verla a ella necesitaba echar un vistazo a esa morada en la que había sido tan feliz.
Desde el comedor percibía el olor a platos de días. En cada rincón de la cocina había paquetes de Nes­tum, frascos de comida para bebé. La Moulinex sucia encima de la me­sa­da, un plato térmico. ¿Me habría me­tido en una casa ajena? Tal vez ella no viviera más ahí. Quizá había ven­dido la casa y yo no me había ente­rado. “No, estúpida”, me dije; “mirá un poco alrededor”: los mis­mos mue­bles de mi infancia habita­ban el living, el comedor, y hasta el jarrón con ra­mas secas parecía haberme esperado en el rincón de siempre.
Subí lentamente las escaleras temiendo ser descubierta.
La alfombra del pasillo, mojada. El agua brotaba por debajo de la puerta del baño.
Entré. De la bañadera —rebo­sante de agua turbia, rosada— aso­maban unas piernas fofas de mujer. Me acerqué. Cerré la canilla, me senté en el borde y observé. El cuerpo de mamá aún no flotaba. Tendida en el fondo, parecía dormida, a no ser por los ojos hinchados; me miraba fijo. Se había abierto las venas con un cuchillo de cocina, que ahora en­chastraba los mosaicos.
De su boca cerrada asomaba un hilo, como la cola de un ratón. Ex­trañada, me arremangué y metí la mano en el agua. Le abrí la boca; una burbuja me sobresaltó. “No es nada”, pensé. Metí los dedos —la lengua todavía no se había endure­ci­do— y rescaté la llave. No necesité pensar mucho para darme cuenta de que era la del cuarto azul.
Sentí el ardor de las lágrimas, la nariz hinchada. Si al menos estu­viese Julián para consolarme, para darme ánimos, para ayudarme a soltar el llanto reprimido durante veinte años. Pensé en llamarlo al celular; pero, de esa manera, debía contarle todo. No, no entendería. Y ya me había ban­cado tantas yo sola…
Además, había algo más urgente que mi llanto: había llegado la hora de ver, la hora de verlo.
A medida que me acercaba a la puerta prohibida, redescubría el monstruo reflejado en el cielo raso oscuro aque­lla noche del parto de mamá. Tal vez mi hermano fuese ese aborto de ojos derritiéndose ante mi mirada. Hasta podría ser peor: lo imaginé arrastrán­dose por las paredes, reptando sobre los ositos que decoraban la alfombra celeste, que veinte años atrás yo mis­ma había escogido con tanto amor.
A mí me tocaba ahora. Me sentí la responsable de eso, fuera lo que fuese.
No importaba; él era mi hermano.
“No voy a poder, no voy a poder, no voy a poder”. Me ahogaba de mie­do frente a aquella puerta. El temblor de mis manos era tal que la llave a­me­nazaba con caérseme cada vez que intentaba meterla en la cerradura.
Al fin logré abrir.
En la habitación azul —igual, pero como una postal virada a sepia— aún colgaban los móviles con motivos infantiles. La telarañas apenas deja­ban paso hacia el rincón que debería ocupar la cuna.
Estaba. La cuna estaba en aquel cuarto abandonado. Revuelta de tra­pos, abultada casi hasta el borde, ese corral de madera laqueada evocó para mí el tiempo secreto, cuando ha­bíamos sido una familia.
A punto de dejar el cuarto, algo me llamó la atención. Desde que había entrado, tuve la sensación de no estar sola.
Me acerqué a ese revoltijo de telas, creyendo distinguir…
…una mano.
¡Una mano delataba su presen­cia! Él se las había ingeniado para cubrirse, para ocultarse del mundo.
La mano parecía un ala de mur­ciélago. Rayando lo traslúcido, espec­tral, palmípeda. Colgaba por un cos­tado de la sábana negra de viscosi­da­des. La cuna era la jaula para esa aovillada aberración.
A su lado ya, no podía desta­parlo. Jamás me hubiera atrevido. ¿Es­taría él en sus sueños —extra­ñamente dor­mía— tan aterrorizado como yo?
Me senté en el piso, apoyando la espalda contra la pared. Esperando que despertase, observaba esa mano lisa, laxa. Un impulso me llevó a acer­carme, a acariciarla: demasiado suave a la vista.
Las frazadas se movieron, su cuer­po se erguía… y un segundo des­pués él estaba frente a mí, arro­dillado en el interior de la cuna.
Me restregué los párpados como queriendo quitarme la pesadilla. Pero no era una pesadilla, ni siquiera un sueño inofensivo: era, simplemente, mi hermano. ¿Se llamaría Ángel, co­mo a mí me hubiese gustado que lo bautizaran? Quién podía saber si mamá me habría escuchado esa vez.
Ángel era todo un muchacho. Un mu­chacho tan hermoso… Así lo había imaginado, encantador como papá. ¿Cómo mamá y él habían cometido semejante crimen? ¿Odiaban la belle­za, acaso? ¿O me odiaban a mí, en realidad, que no era, ni con mucho, tan perfecta como él? Sí, sí, era a mí a quien habían recluido; a veces duelen más las reclusiones del alma que las físicas.
Ángel se me acercaba; parecía olfatear el aire a su alrededor mientras su mano se estiraba hacia mí en me­dio de una nebulosa. Hice un esfuerzo para volver a enfocar su cara, pero no pude; cada vez lo veía más y más lejano y borroso.
Cada vez lo veía más niño; volví a escuchar los latidos de su corazón, con la oreja en la panza de mamá. Lo vi crecer. Lo vi corriendo de mi mano, riéndose conmigo. Todo eso nos habían robado.
No sé cuánto tiempo pasó hasta que lo tuve de nuevo frente a mí, a­rrodillado en la cuna.
La bruma desaparecía de a poco. Y me di cuenta de que me había caído al suelo, despatarrada sobre la alfom­bra.
Me costaba reconstruir la reali­dad. Con ojos ajenos, como si estu­viese ante una pantalla de cine, el cuarto era un espejismo.
Ahora, sentado en la cuna, parecía no verme.
Se movía con torpeza. Al principio pensé que se trataba de mi imagi­nación, pero lo cierto era que él emitía un aullido sordo, apenas perceptible. ¿Querría hablar, querría modular so­nidos humanos? De ser así, le resul­taba imposible. Con una mano aca­riciaba el borde de la cuna, y con la otra —mimo fantasmal— seguía es­crutando el aire.
Buscándome.
¿Buscándome? Con ilusión de niña, pensé que así era.
Me acerqué.
Lo tomé del mentón con suavidad y quedamos frente a frente.
No me sorprendió su mirada de ciego, velada por una película amari­llen­ta.
Lanzándome hacia él, lo abracé con alma y vida.
Como no me rehuía le besé las manos, las mejillas, los párpados.
—Soy Veca —le dije en un susu­rro—. Tu hermana.
Él no hizo ningún gesto.
Creí que no me había oído y re­pe­tí la frase, ahora más fuerte.
—Soy Veca. Tu hermana.
Tampoco hubo respuesta.
Le grité.
—¡Soy Veca!
Nada.
Quise ayudarlo a trasponer la baranda.
¿Cómo mamá lo hacía dormir en una cuna de bebé? Su cuerpo es­taba ladeado, asimétrico. Casi contrahecho. Seguramente por dormir así, desharrapado, embutido. “Ángel” era una excrecencia de aquella casa y de nuestra historia.
¡Dios mío: usaba pañales!
Entonces descubrí que mi herma­no, aquel Adonis heredero de la be­lleza de papá, era sordiciego: un ani­malito, un bellísimo topo del submun­do al que nadie le había dedicado ni siquiera sesenta míseros minutos de atención. No sólo no hablaba ni oía ni veía, sino que tampoco tenía ningún motivo para seguir respirando. ¡Si al menos me hubieran dejado a cargo de su educación!
La angustia me hizo dejarlo solo, irme a llorar a otra parte.
Corrí al baño.
Mamá todavía estaba hundida en la bañadera.
No sé de dónde saqué fuerzas para arrancarla de allí —acaso la rabia, que le había ganado a la an­gustia—. La arrastré hasta que quedó en medio del baño y me subí encima de ella, a horcajadas, dispuesta a a­bo­fetearla. Pero no pude; verla así me desconsolaba: aquellas arrugas, aparecidas cuando yo era una niña, se habían convertido ahora en surcos profundos que le desgarraban el cue­llo y las mejillas. Sin embargo, a pesar de haberla invadido con saña, esos pliegues no ocultaban las facciones de mi madre: aun acuchilladas por el tiempo, eran los rasgos del hada ca­riñosa de mis primeros años.
—¡Qué hiciste de Ángel! —le grité al cadáver tendido a lo largo de los mosaicos marmolados de san­gre—. ¡Q hiciste de nosotros! —Tanta era mi furia, que tuve la sen­sación de que mis gritos la harían levantarse.
Y pensé que esa mujer, aquella amada madre mía del pasado, en realidad había muerto el día del na­cimiento de mi hermano. Nunca lo había tratado como a un hijo; ni siquie­ra como a una persona.
—¡Monstruo! —le grité—. ¿Cómo pu­diste?
Salí del baño y corrí por el pasillo. Un segundo después volví a contem­plarla; yo misma no me perdonaría el desperdicio de esos últimos instan­tes a solas con ella.
Permanecí de pie en el umbral, en silencio.
¿Quién me explicaría tantos años de soledad? ¿Quién me explicaría por qué mi hermano, un hermoso muchacho, usaba ridículos pañales y comía papilla?
Lancé una carcajada y me arre­pentí enseguida, ahogada en esa ca­sa roñosa, apestante.
Escapé a la calle.
Caminé sin rumbo, hasta que sin querer llegué a la casa de tía Tita; ahora que yo empezaba a descubrir la verdad, podía exigirle que me a­clarase por qué nadie auxilió a mi her­mano, por qué me mantuvieron al margen.
¿O era que todos estaban locos? ¿Incluso ella, mi tía?
Toqué el timbre y esperé.
Volví a tocar.
Me senté en el escalón, recostán­dome contra la puerta; tal vez mi tía se estaba bañando o algo por el estilo.
Un chucho de frío, y entonces percibí la humedad de mi ropa: em­pezaba a secarse y aparecía la au­reola. La aureola que delataba la san­gre acuosa de la muerte. La ima­gen de mamá en el fondo de agua rosada.
Me sacudí; necesitaba sacarme de encima su presencia.
Escapé hacia mi departamento.
Lo primero que hice fue abrir la ducha. Permanecí bajo el agua mucho tiem­po. Cuando salí del baño anoche­cía.
Metí en un bolso ropa, el botiquín y todos los enseres que me entraron. Llamé a la oficina —al número directo de mi jefe— y le dejé un mensaje. Me tomaría las semanas de vacacio­nes que tenía pendientes; en esa época del año nadie era imprescindi­ble en la empresa. Antes de salir de mi departamento, tomé un portarre­tratos con la foto de papá; meses atrás se la había robado a su herma­na, la tía Tita. Antes de guardarla en el bolso la contemplé unos segun­dos: una foto de cuando eran ado­lescentes; yo la había cortado en dos, deseché la imagen de la tía. Mi padre —juvenil pañuelo al cuello, gorra escocesa y pipa de brezo— sonreía con un fondo marítimo de gaviotas y lanchas pesqueras.
“Si pudieras verlo, papá… Ángel es igual a vos”.
Papá. Unos tres años atrás había abandonado tu búsqueda. Y ahora los hechos te devolvían a mí como en una marea de resaca. ¡Encontrarte! ¡Encontrarte ahora que ella ya no está!
Cargué el bolso, agarré la cartera y salí para la casa de mi infancia. Salí hacia el castillo del ogro.
Lo primero que debía hacer era arreglar lo del cuerpo de mamá. Ur­gente, llamar a la policía. Después ras­trearía de nuevo a mi padre.
Ya en la casa, pasé por la habi­tación azul: mi hermano había vuelto a quedarse dormido.
Revolví los cajones de mamá bus­cando algún documento, una cé­dula de obra social o algo por el estilo.
Cierta caja de madera contenía fotos, toda clase de fotos: de cuando los viejos noviaban, de cuando yo era chica, del embarazo de mamá. De los embarazos de mamá, mejor dicho.
También encontré la partida de nacimiento de mi hermano, que saqué de un pálido sobre manila.
Al desdoblarla, tuve un presenti­miento.
Y fue cumplido: ¡lo habían llama­do Ángel, como yo quería! ¡Ángel, como siempre lo he llamado yo en mi corazón! ¿Por qué no compartieron al menos eso conmigo?
En el fondo de la caja, las fotos del casamiento de mamá y papá.
Me quedé mirándolas: él debía haberse casado a los veinte años. La edad que ahora tendría mi herma­no. Corroboré que eran idénticos.
Acerqué la foto al velador; ne­cesitaba verla bien. Al trasluz mos­traba algo; la di vuelta y descubrí una dirección junto al nombre de pa­pá. ¡No lo podía creer, ella había conocido su paradero! Me consideré afortunada, todo parecía estar de mi lado: había encontrado a Ángel, ahora podía rastrear a papá. Decidí pasar el dato a la agenda antes de seguir hurgando.
En cuanto al cajón de la mesa de luz, sólo contenía la credencial de Pami y una tarjeta ajada.
La tarjeta debía ser de un médico: tenía una cruz roja en el borde su­perior derecho. Lo único legible era un número escrito con lapicera. Tuve que acercarme a la ventana para des­cifrar aquel despojo de cartulina; ad­vertí que anunciaba a un pediatra lla­mado Urquiza.
Urquiza.
¡Ricardo Urquiza había sido mi pediatra! Cómo olvidarlo, si siempre me había llamado la atención que su apellido coincidiera con el nombre de la calle en donde yo vivía.
“Y donde ahora viviré con Ángel”, pensé.
Seguramente, Urquiza ni se acor­daría de mí.
¿Cómo explicarle quién era yo? ¿Cómo justificar la muerte de mamá, en caso de que sospechara de mi culpabilidad? Porque, lo que se dice culparme, podrían culparme con todas las de la ley. Horrendo crimen en pleno Centro porteño. ¿Por qué no? En lo que hacía a mi búsqueda reciente, podía decir que ella no había dejado ninguna cartita al juez anun­ciando su suicidio.
Marqué el número que alcancé a distinguir en la tarjeta.
Equivocado; habría leído un 2 en lugar de un 1. Probé de nuevo, a­ho­ra marcando el 1.
—Consultorio, buenas tardes —me respondió una voz femenina.
—¿Podría hablar con el doctor Urquiza?
—¿Cómo es su nombre?
—Es algo personal —dije—. Díg­ale que soy Verónica… Dígale que soy Veca.
—Un momento, señorita Veca… señorita Verónica.
Todo el pasado volvía sin aviso. Y yo no podía saber si esa situación me hacía feliz o desdichada.
—¡Veca! —escuché en el teléfo­no, olvidada de que tenía el tubo pega­do a la oreja.
—Hola —dije.
—Contame, Veca —Me habla­ba como si yo todavía tuviera siete años.
—¿Podría venir, doctor —logré decir antes de que se me cerrara del todo la garganta—, a la casa de mi madre?
No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que Urquiza tocó el timbre. Me sentía extremadamente cansada.
Él se ocupó del sepelio y de la policía.
Creo que nadie en el barrio se enteró de lo ocurrido.
4
Mi vida comenzó a tener sentido.
Primero le enseñé a comer solo; después, a bañarse.
Jugábamos a las escondidas de una forma muy particular: siempre me ocultaba en el mismo sitio hasta que él, tanteando, lograba encontrar­me sin ayuda; después yo cambiaba de rincón y el aprendizaje volvía a empezar.
Le enseñé a bailar.
Una tarde lo vi reír. Una risa mu­da. Si alguien que no lo conociera lo hubiera observado, hubiese visto una expresión macabra. Pero para mí era una risa hermosa.
Jamás se me ocurrió que podría sacarlo del encierro. Preferí mante­nerlo para mí sola. Ángel, mi secreto.
Volví a la oficina. Pero el trabajo, que hasta ese momento había sido lo fundamental, se convirtió en un accesorio, en una actividad simple­men­te necesaria para la subsistencia. Un mañana descubrí que hasta me había olvidado de Julián; llegó a la oficina enojadísimo, recriminándome el abandono, diciendo que me había buscado en el departamento y en la casa de mi tía Tita. Creo que le di­je que se fuera, que algún día le iba a explicar. Y el pobre no entendía nada. Dijo algo de aquella chica dulce, de que podía contar con él y no sé qué paparruchas por el estilo. Es un buen tipo; respetó mi decisión y no volvió por la oficina. Una vez llamó y yo no estaba. Pobre, nunca me to­mé la molestia de contestarle.
Para mí lo único importante era Ángel.
Y, los fines de semana, mi bál­samo. Ángel dormía sus largas siestas. Supongo que lo habría hecho desde siempre, y seguramente tam­bién dormía cuando yo me aburría de muerte en el trabajo.
Yo disfrutaba con el simple hecho de ordenar la casa, cada vez más pa­recida a la casa de mi recuerdo: un hogar que de a poco volvía a ser ha­bitable. Le compré a Ángel una cama y dispuse todo de manera acor­de con su edad.
Del cuarto de mamá rescaté sólo las fotos y los papeles, después cerré con doble vuelta de llave.
Atesoré en mi mesa de luz el certificado de nacimiento de Ángel; para mí no se trataba de un docu­men­to cualquiera: me indicaba que en pocos días sería su cumple­años.
Veinte años, Dios mío.
Decidí organizarle un festejo. Al­go privado, pero festejo al fin. No sé por qué pensé en papá. Le enviaría una carta, mi primera carta. Le escri­biría a la dirección de la foto anun­ciándole el festejo del cumpleaños de Ángel.
El día del cumpleaños, antes de entrar a “trabajar”, encargué una torta de frutillas (una vez le di a probar y le encantaron). A la salida la retiré, com­pré helado de banana y chocolate y una botella de champán.
Llegué a casa un poco más tarde de lo habitual. Con el apuro, intenté abrir la puerta sin dejar los paquetes. La llave no giró —algo la trababa— y casi se me cae la torta. La apoyé en el piso.
De nuevo metí la llave en la cerra­dura y entonces me di cuenta de que no se había trabado: la puerta de calle estaba sin cerrar.
Un nudo en el estómago me recordó aquella otra tarde en que también encontré la puerta así: la tar­de del suicidio.
Me quedé sin aire. ¿Un ladrón? ¿Sería un ladrón? ¿O sería papá? ¿Estaría adentro, esperándome para festejar los veinte años de Ángel? ¿O sería otro el asunto que lo habría traído por casa?
Tiré la cartera y las bolsas y corrí por las escaleras, tropezándose con los escalones como un personaje de caricatura. Parecía que nunca llegaría a la puerta de la habitación azul.
Abrí. No podía ver, de tan marea­da. Apoyada contra el marco de la puerta, traté de retomar el aliento.
Miré hacia el pie de la escalera: todo en su lugar. “Nada de papá por es­ta vez”, me dije.
Dentro de la habitación, Ángel: esperándome.
Corrí a abrazarlo. ¡Qué miedo me daba perderlo, Dios mío!
Cuando logré calmarme, lo tomé de la mano y bajamos juntos las es­caleras.
Él hacía esfuerzos por hablar, intentaba articular algún sonido. Como si quisiera contarme quién sabe cuán­tos secretos. Qué curioso: lo intuí a­sustado a Ángel, confundido.
Me sentía orgullosa de cómo estaba aprendiendo a desempeñarse solo. Ya no hacía falta que le agarrase el pie para indicarle la bajada de cada escalón.
Lo ayudé a llegar a la silla junto a la mesa, recogí la torta y lo que quedaba del helado. Por suerte la botella no se había roto.
¿Torta y helado con champán? ¿Por qué no? Bebimos hasta no poder mantenernos en pie. Era como embo­rra­charme con papá. Me sentí prote­gida, feliz. Y seguí bebiendo, hasta que no quedó una sola gota.
Creo que esta vez Ángel me a­yudó a mí a subir las escaleras.
Ya en la habitación nos abraza­mos.
Estuvimos largo rato abrazados, parados al lado de la cama.
Mi corazón palpitaba como nun­ca; sentí que el suyo también.
Nos acariciamos las mejillas, los labios. Le desabroché la camisa y con los dedos le recorrí el pecho. Pe­ro no como cuando lo bañaba hasta que aprendió a hacerlo solo, sino perci­biendo en las yemas la textura de su piel que se erizaba al mínimo roce.
Nos besamos con pasión.
Lo ayudé a recorrer mi cuerpo. Ángel se agitaba como si necesitase decirme algo, pero yo lo calmaba con caricias tiernas. Y él me las devol­vía a su vez, aún más húmedas y de­liciosas.
La cama se había vuelto tibia a medida que pasaban las horas, y el delirio y el ardor volvían a empezar.
A la mañana siguiente, cuando salí para la oficina, me aseguré de que la puerta quedase bien cerrada con doble llave.
El día se me hizo eterno; no veía la hora de regresar a casa. Fue la única vez que deseé que Ángel tuviera la capacidad de hablar, de que pu­diera atender el teléfono.
Cuando salí del trabajo noté que se terminaba el verano: un viento frío arrastraba hojas entre las gotas livianas de la llovizna.
Llegué a casa. La puerta de calle estaba otra vez sin llave.
La policía. Debía llamarlos de in­mediato.
Busqué el celular en la cartera. Temblaba tanto que precisé de las dos manos para sostenerlo. Mis pier­nas se aflojaban, no podía ver clara­mente los números en la botonera. Me apoyé contra la columna de alum­brado tratando de amortiguar el temblor. Imposible; parecía que mi cuerpo se mandaba solo. No podía pensar. O sí, tal vez sí podía; mi único pensamiento posible —“Ángel, cómo te encontrarás”— evolucionaba, crecía multiplicándose, agrandándose a me­dida que pasaban los segundos.
Debí concentrar toda mi voluntad para hacer que mis dedos rígidos se decidieran a marcar el 911.
—Hable —escuché del otro lado de la línea.
—Verónica —dije—. Mi nombre es Verónica. Verónica Ríos. —Mis palabras brotaron con una fuerza insospechada en ese momento. Ha­blaba y hablaba tartajeante; la gargan­ta áspera, seca, me obligaba a de­tenerme para tragar saliva. No sé ni lo que dije.
—¿Su domicilio? —me retumbó en la cabeza la voz.
Le dije la dirección.
La voz preguntaba algo, pero yo ya había soltado el teléfono; creo que lo pateé camino a los escalones de entrada de mi casa. Ni siquiera estaba segura de haber dado la dirección correcta. Sentía una gran presión en las sienes; necesitaba des­cansar. Iba decidida a sentarme y esperar a la policía. Pero… ¿y si alguien —algún ladrón— había ata­cado a Ángel, y yo afuera, cruzada de brazos, esperándolos?
No pude soportar la idea.
Presté atención, pero del fondo de la calle no llegaba ninguna sirena ni nada que se le pareciese.
Sosteniéndome del picaporte, empujé con lentitud la puerta hasta que la abertura fue suficiente para entrar. Volví a cerrarla, con la misma cautela.
Apenas entraba algo de la clari­dad de la calle, pero no prendí la luz. Me desplacé a gatas contra la pared del zaguán. La puerta intermedia estaba abierta; recordé que así la había dejado. Imaginé la proximidad de una mano invisible que se acerc­aba más y más, acechándome.
En la entrada del living, mi mano vacilante dio con el mango de un paraguas. Era ridículo defenderse con eso, pero lo empuñé como si fue­se un arma contundente. Noté la presión de mis dientes apretados. Espié hacia la cocina, hacia la esca­lera, la puerta de calle.
Nada; sólo el silencio.
De puntillas subí a la habitación de Ángel, jadeando tan rápido y en­trecortado como si hubiera corrido. Los escalones crujían; los sentía pe­gajosos bajo mis pies mojados por la lluvia.
Abrí la puerta, encendí la luz…
Y al principio no comprendí.
Se me cayó el paraguas de la mano, pero no atiné siquiera a levan­tarlo.
Las sábanas habían sido arranca­das de la cama; la alfombra con osi­tos, desplazada de su lugar.
—¡Án…! —Su nombre se me ahogó, no pude terminar de pronun­ciar­lo. Busqué con la mirada. ¡Se lo habían llevado! ¡Por los indicios, lo habrían arrastrado como a una bestia, una presa recién cazada en las mon­tañas!
Un nudo en la garganta; ni me atrevía a mirar por encima del hombro. ¿Habría más de un visitante en la casa?
Volví al pasillo. Corriendo escale­ras abajo, a la luz que venía del cuarto de Ángel, advertí varias huellas; las mojadas serían las mías…
¿Y las otras?
Un grito de desesperación me salió de golpe; no pude reprimirlo.
Aterrorizada por el eco, quedé expectante; era imposible que el intru­so, de seguir todavía allí aden­tro, no hubiera advertido mi presen­cia.
Pensé en nosotros cuatro; en mamá, en papá, en mi hermano. ¡Hu­bié­ramos podido ser tan felices! Tal vez la verdadera culpable era yo. Verónica, la Responsable del Hundi­miento de la Casa Ríos. ¿Por qué no se me había ocurrido en todos esos años? Bien visto, los viejos lo intentaron todo para que yo no sufriera con la deformidad de mi Ángel.
“No”, me dije de repente. Ellos no lo habían hecho por mí; no por la tierna y pequeña Veca. Qué in­genua había sido. Ellos no sólo me lo habían ocultado a mí; se lo habían ocultado al mundo. Sacándome de la casa, desterrándome, me habían castigado tanto como a mi pobre hermano indefenso.
Un estruendo.
Miré hacia la puerta de calle… y fue como si estuviese viviendo una película: los del grupo geof irrumpían unos tras otros sin dejar de apuntar a la nada y dispersándose por la casa como marcianos invasores.
Me tomaron de un brazo y, cui­dando de que no chocara con las puer­tas o tropezase en los escalones, me sacaron de la casa.
—Espere acá —me dijo uno de los uniformados, que me sentó en un auto—. Enseguida le alcanzan un vaso de agua.
Dos hombres manipulaban un rollo de cinta de peligro, ponían una va­lla de contención.
Empezaron a llegar más perso­nas. Gente común, curiosos. Venían de a uno, de a dos. Me miraban como a bicho raro, sentada en el auto, cus­todiada como una presidiaria.
¿Yo no los conocía?
Se acercaban. La estúpida cinta no podía contenerlos.
Me preguntaron si era nueva en el barrio. Los miré con mayor atención: esas caras formaban parte de mi niñez.
—Soy Veca —les dije a mis ve­ci­nos, y eso fue lo único que pude articular. Ya no los escuchaba, ya no los veía.
Me había desplomado en el respaldo reclinado y, cerrados los ojos, me sentí como Ángel: tan fuera del mun­do…
Y un grito y otro. Órdenes, sin duda. ¿Desde adentro de la casa?
¿Quién gritaría tan fuerte?
Un murmullo me rodeaba; no po­día entender.
¿Qué decían?
¿Por qué no se iban y me dejaban en paz?
Y carreras apuradas y forcejeos.
Un alarido histérico.
Una sirena de ambulancia.
“Dios mío”, pensé, “¿habrán des­cubierto algo?”.
Y alguien me tocó el hombro. Me zamarreó.
—Una nota —me dijo.
Abrí los ojos. Todavía me encon­traba dentro del auto. La calle se ha­bía convertido en un caos.
—Una nota —volvió a decirme el hombre.
Me alcanzó el papel y se alejó como si me tuviese miedo.
Bajé la vista hacia el manuscrito.
La tinta morada. La letra grotesca, de bordes desprolijos y chorreados, parecía garabateada con la yema de un dedo. Supe que era la sangre de Ángel; habría luchado con los a­gresores antes de que se lo llevaran. ¿Se lo habrían llevado?
—Lea, por favor —me dijo una voz.
¡Ángel! ¿Dónde estás, mi adora­do Ángel?
—Lea, por favor.
“¿Leer?”, pensé. “Él quiere que lea”.
A mi alrededor se había formado una ronda de espectadores silencio­sos. La valla había desaparecido.
—Lea, por favor —repitió la mis­ma voz.
Los vi, decía el papel.
Los vi, me retumbó en la cabeza.
Los vi. Los vi. Los vi. Los vi.
Miré nuevamente a mi alrededor: la chusma seguía expectante.
Volví a leer el papel.
Los vi. No tienen perdón de Dios.
Levanté la mirada hacia una mujer que acercaba su mano a mi ca­beza. Era una anciana. Me acaricia­ba con ternura; con desesperación, a­caso.
No lograba entender, ¿qué quería de mí? ¿Intentaba decirme algo? La anciana me miró a los ojos y dirigió su gesto hacia la puerta abierta de la casa.
Me incorporé en el asiento del auto y salí corriendo y nadie atinó a detenerme. En el camino empujé a varios. No podía oír nada; solamente un grito agudo que me brotaba descon­solado desde el pecho.
Y, ya en medio del living, me de­tuve en seco.
El charco de sangre que venía de la cocina había empezado a invadir el piso de la habitación.
Apenas me quedaban fuerzas para moverme, pero di un paso.
Mi desplazamiento alcanzó pa­ra verlo: la cabeza de mi pobre Ángel yacía en el piso de la cocina, repo­sando en una líquida alfombra roja.
—Lea, por favor —alguien repi­tió o resonó en mi cabeza.
Pensé que se trataba de un sueño, que aún dormía en el auto, que sólo debía abrir los ojos para encontrarme cara a cara con la chusma. Pero, por más que los abriera y los cerrara, el panorama no sufría modificaciones; yo permanecía de pie en el interior de mi casa, viendo la cabeza de Ángel: pálida máscara de goma, pálida en contraste con la sangre del piso.
Me di cuenta de que el papel se­guía en mi mano.
Los vi. No tienen perdón de Dios.
El borde inferior estaba arrugado.
Logré desdoblarlo.
Ahí estaba la firma del autor del acto.
Papá, decía, simplemente.


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