Publicado en revista Próxima nº 12, diciembre de 2011.
—¡Julio! —oyó Julio desde el baño—. ¡Vení a ver, rápido!
—¿Qué pasa, Celina?
—Dale, apurate.
—¿Qué es tanto grito?
Julio entró en el comedor, vio a su hermana de espaldas. Se
preguntó cómo había hecho para maniobrar la silla de ruedas entre los muebles y
quedar tan cerca del televisor. Los platos sucios, apoyados en el regazo de
Celina, no se movían, pero ella no paraba de agitar los brazos.
—Estás en la tele, Julio. ¡Mirá!
Julio se fijó entonces en la pantalla.
Sí, en la tele. Su cara, ancha y deforme, ocupaba la mitad
superior de la imagen: las arrugas de alrededor de sus ojos, que se habían ido
profundizando desde el gran cambio a esta parte, se veían aún más oscuras que
en el espejo.
—¿Viste, Julio? La gente está loca: ese tipo dice que das
clases de danza en el instituto de disciplinas modificadoras. Modificadoras de
qué, quisiera saber. ¡Qué ocurrencia!
—Es que yo… Mirá, Celi, vos no entendés. Yo…
—Estúpidos, pensar que mi hermano, un servidor de la
humanidad, limpieza y salud, es un bailarín, por favor.
—Celi…
—¡No lo puedo creer, Julio! Si mamá hubiese visto esto…
Mamá, pensó él. El único recuerdo que tenía de su mamá
estaba en las fotos que Celina guardaba bajo la cama.
Desde el cambió de régimen gubernamental, cuando se sometió
a los estudios médicos para el reempadronamiento, Julio había empezado a
olvidar algunas cosas. Con el tiempo únicamente retenía los hechos recientes. Y
de la época anterior, sólo le quedaba Celina. Celina y los recuerdos de Celina.
Sin ella, él sabría de sí mismo lo que le mostraban los objetos: su documento y
un certificado de trabajo con su nombre, acreditándolo como profesor de danzas
moderadoras del ánimo.
—Tendrías que quejarte, Julio —seguía Celina—. Yo que vos
me presento en el canal de las noticias y digo que ese “bailarín” no soy yo.
Exhibirles en la cara tu recibo de sueldo de recolector de residuos.
Julio se quedó mirándola en silencio. ¿Y si su hermana era
la única persona que vivía fuera del sistema? Nunca sabría él si al esconderla
le había hecho un bien o un mal. Tal vez hubiera sido mejor que los
funcionarios la hubiesen “borrado” como hicieron con todos los discapacitados.
Pero él había actuado con egoísmo, pensando en no quedarse solo, y la había
protegido. Ahora era su responsabilidad. Y si algo le sucedía a él, ella
moriría de hambre, si tenía la firmeza de mantenerse adentro y no salía a la
calle para que la capturasen.
Volvió la vista hacia la pantalla. Ahora se detuvo en la
parte inferior:
Recordamos a los señores pobladores que la
salinidad el planeta ha llegado a su punto máximo. El uso de cualquier
sustancia que contenga sodio o potasio —por pequeña que sea— podrá desencadenar
el tan temido caos ecológico.
hemos entrado en estado crítico
hemos entrado en estado crítico
Necesitamos de su ayuda para preservar el
planeta.
hemos entrado en estado crítico
—Hombre —Celina lo agarró del brazo y lo sacudió—, ¿seguís acá?
Ya sé, a cualquiera lo emocionaría verse en la tele, aunque no seas vos. Bueno,
el tipo se te parece bastante.
—¿Ves el cartel en la parte de abajo de la pantalla, Celi?
—Julio necesitaba probar a su hermana, convencerse a sí mismo que permanecía
ajena al sistema.
—¿Qué cartel?
—Nada —dijo él. Y se agachó a besarla en la frente—. No
importa. Te quiero mucho.
—Yo también, tonto. Más ahora que estás en la tele —y largó
una carcajada.
Julio corrió a la ventana y miró hacia la calle. Nadie la
había oído.
—Llevá los platos a la cocina, Celi, por favor.
En el televisor las noticias pasaron a otro tema, ya no
hablaban de los bailarines habilitados. Julio vio a su hermana enfilar la silla
hacia a la cocina.
en estado crítico, se repitió. Ya había oído él, esa misma mañana, la
propaganda gubernamental. La había oído como siempre, sin prestarle atención.
Los parlantes callejeros parecían aumentar el volumen a medida que pasaban los
meses, y ya nadie se detenía a escucharlos. Pero las palabras se les grababan en
la memoria.
Seis años atrás habían empezado aquellos comunicados, y
nunca se detendrían. Día tras día advertían a la población que el exceso de
salinidad bla bla bla. Pero hacía unas semanas, Julio no podía recordar desde
cuándo, los comunicados insinuaban que una sola gota más de sal tendría
consecuencias irreparables. Exageraban. Querían impresionarnos.
Observó a Celina: su cuerpo achicado, la silla le quedaba
grande. La vio acomodar los platos, cubiertos y vasos en el lavavajillas. A
pesar de su deterioro, ella no perdía la fuerza de los brazos. Parecía que toda
la vitalidad que le faltaba en las piernas había pasado a los brazos. Ella se
levantaba y se acostaba sin ayuda, iba al baño sola, hasta se bañaba sola.
Pobre Celi, se dijo, siempre encerrada. Si pudiera
ayudarla… Se le ocurrió que tal vez podría hacer algo: ir introduciéndola de a
poco en el mundo moderno.
—¿Sabés —dijo—, las dulcificadoras de agua ya ocupan hasta
el último centímetro en todas las playas del planeta?
—No entiendo, ¿de qué hablás?
—Prestá atención, Celi. Lo que voy a decirte es muy
importante. Los barcos de las dulcificadoras navegan sin descanso, ¿sabés?
Millones de ellos recogen la sal de los océanos. Sal que luego envían a una
estación espacial. Y de ahí va a otra galaxia.
—Julio, ¿vos te sentís bien?
—¿Acaso no te das cuenta, Celina? ¿Cuánto hace que cocinás
sin sal?
—Es que vos no la comprás. Yo te anoto en el pedido y vos
siempre te olvidás, Julio.
—Más de la mitad de la humanidad trabajaba ahora en
“mantener soso el planeta”. Enterate.
—¡Basta, por favor! No sé lo qué querés decir. Me das
miedo. Basta.
Unos minutos después, ella volvió a la mesa trayendo en el
regazo una bandeja con dos pocillos y una azucarera.
Bebieron el café sin mirarse.
—Voy a salir —dijo él.
—Que no se te haga tarde para el trabajo. Mirá que el
camión recolector pasa a buscarte a las…
Julio pensó que tal vez fuera mejor dejarla vivir en la
ignorancia.
Hacía frío. Andaba poca gente por la calle. Una ráfaga lo
despeinó. Él se cubrió los ojos con la palma de la mano hasta que logró ponerse
a resguardo. El gobierno recomendaba a los pobladores no exponerse al viento.
Cuando la corriente amainó un poco, Julio retomó su camino.
Se detuvo ante un cartel: Terapia obligatoria de la risa, leyó
Volvió a pensar en su hermana. ¿Y si ella tenía razón y él
había sido antes un recolector de residuos? Por qué no. ¿Y si, así como él
había cambiado de oficio, todo el mundo trabajaba ahora en algo que jamás
hubiese imaginado?
Hoy estoy pensando estupideces, se dijo. Debía ser el
cansancio, algunos días se cansaba mucho. La terapia obligatoria de la risa lo
cansaba, lo aburría.
Subió los dos escalones que lo separaban de la puerta.
Golpeó suavemente. Cuando oyó la chicharra, entró.
Cinco personas, ya ubicadas en la sala de espera, miraban
atentamente el reloj digital de pared encima de la puerta del reidero, junto al
indicador de períodos de terapia: los números verdes los señalaban la
actividad; los rojos, los intervalos.
Había ahí un gordo, muy gordo. Julio se preguntó cómo había
pasado por la puerta de entrada. También le llamó la atención una vieja
centenaria; no creía haber visto nunca a una persona tan arrugada. Aunque,
pensó, no debo confiar en mis recuerdos.
El reloj indicaba que faltaban dos minutos para que el
grupo anterior saliera. Después entrarían ellos. Tendrían ahí sus ocho minutos
diarios de risa. Más tarde se iría cada uno por su lado, a sus respectivos
trabajos, y tal vez jamás volverían a cruzarse.
—Dos minutos —dijo la vieja. Parecía ansiosa, como si fuese
su primera vez. O la última—. Para mí que esto es puro verso —siguió—. Para mí
que dicen lo de la sal para atemorizarnos. Habría que desafiarlos, salir a la
calle un día de viento y mantener los ojos abiertos hasta que las lágrimas
empiecen a salir. Total, quién puede culparnos. Habría que culpar al viento en
todo caso.
—Yo no probaría —dijo el gordo—. Por las dudas.
El recepcionista les hizo un ademán para que se callaran.
Sonó la chicharra de la puerta de calle. Enseguida entró
una chica menuda, de pelo lacio y castaño hasta la mitad de la espalda. Llevaba
un tapado entallado de color rojo y zapatos negros de taco fino. Impecable.
¡Qué linda es!, pensó Julio. Si entramos juntos al reidero,
a lo mejor podría…
Pero el cupo se había completado con él. La chica entraría
en el siguiente turno.
Volvió a mirarla, tratando de que los demás no lo
advirtieran.
Era más linda de lo que pensaba. Me gustaría invitarla a
tomar un café, se dijo.
Justo en ese momento sonó la señal: un timbre agudo que
nacía en el indicador de períodos.
El grupo que había entrado a reírse ocho minutos atrás,
salió.
—¿Por qué? —oyó Julio que decía la chica,
mientras esperaban a que el personal de orden dejase las instalaciones limpias
para ellos—. ¿Por qué son sólo ocho minutos? ¿Por qué ocho y no diez, o cinco?
El gordo avanzaba arrastrando los pies hacia la puerta del
reidero, pero se detuvo y, sosteniéndose contra una columna, dijo:
—Porque la risa siempre termina en llanto, señorita.
Expertos en risa realizaron un profundo estudio, convocaron especialmente a
millones de personas. Dicen que a los nueve minutos, la mayoría de los humanos,
deja de reírse y empieza a llorar. Por eso la terapia dura ocho minutos, para
dejar un margen.
—Un margen —repitió ella.
Julio esperaba que dijera algo más, era tan suave su voz.
Pero ya se separaban, él se encaminaba a una de las cabinas
del reidero.
Se ubicó en el asiento, ajustó el cinturón de seguridad y
se calzó el casco.
Las imágenes empezaron a sucederse y él se rió tanto que le
dolió la boca del estómago.
Pero, al sacarse el casco, notó que algo distinto había
sucedido ahí adentro, como si el monstruo de su propia risa hubiese succionado
una parte importante de su vida. O como si ya viniera haciéndolo y recién ahora
se le manifestaba el resultado.
Debía ver a la chica. Debía aprovechar el poco tiempo que
quedaba entre un turno de terapia y otro.
Salió de su cabina sin mirar a nadie, tropezó con la vieja
que caminaba a paso de tortuga. Y logró acercarse a la chica.
—Soy Julio —se presentó—. Ex recolector de residuos.
Actualmente trabajo como profesor de danzas moderadoras.
La chica lo miró.
Julio notó que el recepcionista había clavado los ojos en
ellos. Esperaba que ella le preguntase dónde dictaba las clases de danza que,
si bien no eran obligatorias como las de la risa, se sugería a la población que
tomase al menos una o dos por semana, para suavizar el carácter y, una vez con
sus familias, socializarse con alegría. Pero, por qué le había dicho lo de ex
recolector: ella tendría una mala imagen de él, como de un idiota. Sí, un
idiota.
El recepcionista se le acercó, amenazante. La chicharra de
la puerta lo obligó a retornar a su sitio, detrás del escritorio.
Entraron otras dos personas a la sala de espera.
Voy a memorizar sus gestos, se dijo Julio, como para pensar
en otra cosa.
Después de todo, tenía ahí una buena oportunidad de
observar las caras de los otros. Podría averiguar si ocho minutos de intensa
risa modificaban algo o no.
El timbre del indicador de períodos soltó un nuevo
chirrido y todos se levantaron de sus
asientos. Julio siguió con la mirada a la chica de rojo hasta una de las
cabinas. La puerta se cerró.
No importa, pensó, la veré a la salida. Y mucho más
simpática, seguro. Después de un buen taller de risa, hasta el más serio
cambiaba de humor, lo decía la propaganda callejera. Y debía de ser cierto:
cuántas veces él se había despertado angustiado, triste, hasta con ganas de
llorar. Pero con ocho minutos de risa, todo se dulcificaba. Para eso se habían
creado las clínicas de la risa —nadie podía reírse afuera, ni en la calle ni en
sus casas—, sólo en los locales habilitados, controlados por un coordinador
experto. Sólo ocho minutos.
Ahora le volvía la angustia.
Intentó comentárselo al recepcionista.
—Todo lo contrario, señor…
—Julio.
—Señor Julio, ustedes… —el recepcionista buscó una hoja en
su cuaderno y leyó—: “Ustedes adquieren vida a causa de la risa.”
Una vez en la calle, Julio volvió a pensar en chica de
rojo.
La esperó.
La gente empezó a salir. Él quiso concentrarse en los
gestos pero no pudo. Necesitaba ubicar a la chica.
Notó que todos se movían con prisa. Con una urgencia
extrema, pensó. Como en las películas mudas de Chaplin. ¿De dónde le venía
aquel recuerdo?
Una mujer vestida de rojo —él creyó que era ella— se llevó la mano a la garganta,
como si le faltase el aire.
Segundos después, los “alumnos” de la risa, se disipaban
apresuradamente. Huían de ahí sin notar la presencia de los demás.
Pero la chica no aparecía.
Entonces, él empezó a caminar, despacio, hacia su clase de
danzas.
Un grupo de mujeres se había juntado en la esquina. Julio
se detuvo a pocos metros, donde no pudieran verlo.
Oyó que susurraban. Se asomó un poco, todas cargaban con
una caja. Él conocía aquellas cajas: cajas chisteras de magos. Las había visto
en la tele. El gobierno las repartía para que las viudas se las llevasen a los
muertos.
Una de las mujeres se veía muy nerviosa. Julio se acomodó
para verle mejor la cara: la pobre no aguantaba la risa.
—Vamos —dijo otra—, antes de que cierren el cementerio.
El viento había calmado, pero hacía mucho
frío. Julio se sintió aún más cansado que antes. Y aquella angustia de cuando
salió del reidero, no disminuía. La terapia de la risa le había dejado una
sensación horrible.
Pensó en la chica de rojo, se le ocurrió que estaba tan
sola como él.
Mañana voy a volver a la terapia a la misma hora, decidió.
Sabía que sería inútil: al día siguiente, ella haría su rutina en otro horario,
y él también.
Los cambios de rutinas, una buena forma que habían
encontrado los dirigentes para evitar relaciones entre desconocidos. “Si no
desarrollan relaciones ocasionales, las personas mantienen sus emociones
controladas”, decían. Y, desde que la población era controlada hombre a hombre,
los que no tenían pareja, se casaban con primos, tíos, hasta entre hermanos.
Eso sí estaba permitido. Pocos se arriesgaban a acercarse a un extraño en los
talleres o en la calle. Sólo los audaces, los que no temían al escuadrón
armado.
Julio necesitaba conocer a alguien, probar como era él en
una relación de pareja. Porque vivir con su hermana no estaba mal, pero él
necesitaba otras cosas. Cómo le gustaría compartir su cariño por Celina con
alguien más. Y tener hijos, darle a Celina la alegría de ser tía.
Celina viviría encerrada en el departamento para siempre.
Para siempre. Él era el responsable de su encierro. ¿Por qué la había dejado
así? Pero si yo no podía hacer otra cosa, se justificó. Si la hubiese acercado
al programa de reempadronamiento, la habrían… Le ardieron los ojos. No. Dios
mío, no, pensó. No debía llorar, las lágrimas contienen sodio y potasio.
Hizo una mueca de risa, que ocultó tras la solapa del saco.
Miró a su alrededor. Se dio cuenta de que no había caminado
más de media cuadra desde el reidero. Giró sobre los talones, como en un paso
de baile, abriendo los brazos para mantener el equilibrio, y… la vio.
La chica de rojo lo seguía.
Caminaron a la par, sin mirarse. Tampoco hablaron, los
parlantes callejeros contenían micrófonos, todo el mundo lo sabía. Otra buena
forma de evitar que la gente se relacionase en la calle. Pero ellos no
necesitaban de las palabras.
Julio sacó del bolsillo un pequeño anotador con un lápiz
colgando del espiral plástico. Campana
1054, Planta Baja G, el departamento que da a la calle, escribió. Apartó la
hoja para arrancarla, pero temió que los sensores auditivos tomasen el rasguido
del papel. Le entregó a ella el anotador.
Se separaron.
—Julia —dijo ella —. Me llamo Julia.
Julio no terminaba de creerlo: ella, en su departamento. Además, se llamaba igual que él.
Increíble.
Julia se sacó el tapado rojo, lo apoyó en el brazo del
sillón y se sentó.
—Mi hermana duerme —se apuró a decir él, dispuesto a
contarle todo a Julia.
Pero ella asintió, y él pensó que tal vez era mejor no
hablar se Celina.
Quería decirle algo más a Julia. Algo divertido. Que ella
se hubiese expuesto para verlo lo alegraba, sí. Pero tenía un nudo en la
garganta.
Julia parecía darse cuenta. O sería que sentía lo mismo que
él. De golpe la vio fruncir los labios, los ojos se le volvían brillosos.
—No vayas a llorar —le dijo.
Se acercaron y se abrazaron y se besaron en silencio. La vio taparse la cara sonriente con la mano,
desparramar el maquillaje.
Así, era aún más hermosa.
Volvieron a abrazarse, con familiaridad
ahora. La cabeza de ella sobre su pecho, tan liviana.
Julio volvió a advertir ardor en los lagrimales. Y un hilo
tibio recorrió el contorno inferior de sus ojos, bajó por los suecos de las
arrugas y se perdió en su cuello.
Un estruendo: el escuadrón armado, irrumpiendo desde la
calle, acababa de franquear la puerta de su departamento.
Julia manoteó el tapado rojo y logró ponérselo. Él no pudo
desplazarse ni un milímetro de donde estaba: media docena de fusiles apuntaban
a su cabeza.
De golpe los uniformados se separaron de él y, dividiéndose
en dos filas, formaron un pasillo hasta la abertura de la puerta.
El jefe del escuadrón —por la cantidad de condecoraciones,
Julio no tuvo dudas—, marchó a paso firme hacia él.
—¡No lágrimas! —le ordenó, rozándole la cara con una espada
o sable.
A Julio le dolieron las mejillas, las mandíbulas.
Vio que los uniformados se iban de su casa, llevándose por
la fuerza a una mujer de tapado rojo.
¡Cómo le dolían las mejillas!
Necesitaba verse, curarse.
Lentamente se levantó del sillón y fue al baño. El espejo
le mostró una mueca de labios estirados. Tan expuestos quedaban sus dientes:
feos y amarillentos. Debía cubrirlos. Se llevó la mano a la comisura del labio.
Le costó agarrar el músculo, parecía replegado, como si los tendones se
hubiesen contraído. Era una mueca de risa, no había dudas. Pero su cara no
parecía alegre.
—¡Julio! —oyó desde el baño. Era Celina—. Dejaste la puerta
de calle abierta, Julio. Tenés que ser más cuidadoso. ¡Mirá, el viento mi hizo
llorar!
¿Llorar?
Corrió junto a su hermana. Pasó las yemas de los dedos por
la cara de ella. Y después, haciendo un gran esfuerzo, logró sacar la lengua
por entre la sonrisa dolorosa, y se lamió el dedo. Sal. El gusto de la sal, tan
sabroso…
Se lo dio a probar a Celina. En cualquier momento llegaría
el escuadrón.
Esperó.
Nada.
No pueden detectar sus lágrimas, concluyó al cabo de un
rato, porque ella no figura en los padrones.
Se sentó en la falda muerta de su hermana y se abrazaron
con fuerza, y ella lloró como una nena chiquita y siguió llorando hasta
quedarse dormida.
Julio no se movió por no despertarla.
El sol de la mañana le daba de lleno en la cara. Julio se
incorporó despacio.
—Voy a hacer el desayuno —le dijo Celina.
Él fue a prepararse. En un par de horas debía marcar
tarjeta en el instituto de danzas modificadoras.
A la vuelta, le diría a Celina que le mostrase fotos de la
familia.
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