Ilustrado por Marta Toledo
Hace un par de
días, caminando por una ciudad del interior del país, oí aquella canción
folklórica, letra de Félix Luna, música de Ariel Ramírez, inmortalizada en la
voz de Mercedes Sosa: Juana Azurduy. Y al oírla, inmediatamente evoqué esas estrofas
aprendidas en mi niñez y las tarareé bajito y me dije: ¡Cuántos de nosotros
hemos unido, una y mil veces, nuestras voces a las palabras que cantan su
historia!
Juana Azurduy, me repetí…, y me puse a repasar su
vida. La vida de aquella doña Juana que terminó sus días en la provincia de
Jujuy, en la pobreza y olvidada, después de tanto combate cuerpo a cuerpo y habiendo
alcanzado los 82 años. Sin imaginar que, mucho después, sería ascendida
post-mortem a General del Ejército Argentino.
Había nacido mientras se expandía la rebelión del
cacique Túpac Amaru. En 1781, en Chuquisaca: una de las ciudades más
importantes del Virreinato del Río de La Plata —de la América Española—. Ahí
donde, actualmente, una provincia lleva su nombre: Juana Azurduy.
Su familia tenía un buen pasar pero, muertos sus
padres, ella quedó a cargo de sus tíos, quienes decidieron que fuera monja en
el Convento de Santa Teresa.
Y Juana eligió el amor por sobre la disciplina
religiosa. Y se casó con Manuel Ascensio Padilla, a quien acompañó a la
Revolución de Chuquisaca. Y fue entonces cuando Juana aprendió, como si fuera
un hombre más, a combatir por la libertad. Y marchó a luchar de igual a igual
en la guerra contra las tropas realistas. Y los indios la llamaron Pachamama,
en honor a la Madre Tierra.
Con solo cerrar los ojos, puedo imaginar a esa mujer
joven cabalgando a la par de su marido, peleando por la libertad del Alto Perú,
convirtiéndose juntos en símbolo de la Revolución Americana; mientras perdían
su casa, su tierra y hasta soportaban la muerte de sus hijos. Pero el coraje y
la dignidad seguían firmes.
Me parece ver también a aquellas mujeres que, alentadas por su valentía,
quisieron imitarla y se sumaron a la gesta emancipadora. Acompañaban a Juana,
que ahora combatía embarazada de su quinta hija, a la que dio a luz en plena
batalla. Su quinta hija: la única descendencia que sobreviviría.
Y en 1810, incorporada al ejército libertador de Manuel Belgrano, Juana
se hacía grande en el ataque, ganándose el reconocimiento de Belgrano, quien le
entregaría su propia espada.
Más tarde, por 1816, su marido debió partir hacia el Chaco. Y encomendó a
Juana la defensa de la Hacienda de Villar.
Partió Manuel Ascensio Padilla sin saber que los realistas atacarían
durante su ausencia. Sin saber que aquella mujer, su mujer, organizaría la
defensa y arrebataría ella misma la bandera del regimiento al jefe de las
fuerzas enemigas. Sin saber que sería Juana quien dirigiría la ocupación del
Cerro de la Plata.
Por esa acción, más los informes favorables de Manuel Belgrano, el
gobierno de Buenos Aires le otorgó a Juana Azurduy el rango de Teniente
Coronel, con derecho al uso del uniforme y con todos los privilegios del escalafón.
Y ella se trasladó a Salta, a combatir junto a
Güemes.
Poco después, en noviembre de 1816, los realistas la hirieron en la
batalla de Vilma. Su esposo acudió a liberarla, pero fue herido gravemente.
Tras la muerte de su marido, Juana se puso al frente de las fuerzas
patriotas. Se dice que cabalgaba por las montañas, precediendo a los hombres
que se dejaban conducir por el eco de su chal celeste flameando al viento.
Ella, a la cabeza, sujetaba las riendas con un puño; y con el otro, aferrada a
fuego, blandía su espada y partía los cuellos del enemigo.
En 1824 Juana regresó junto a su hija. Y llevó una vida tranquila y
pobre, hasta su vejez, cuando relataba que su padre le había enseñado a
cabalgar a galope lanzado y sin temor. Que con él aprendió a montar y desmontar
con agilidad. Que él mostraba orgulloso, a todo el mundo, la fortaleza de su
hija.
Escrito por Claudia Cortalezzi
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