La forma de su belleza (cuento), de Claudia Cortalezzi

La despertó un golpe metálico en la reja.
No quería abrir los ojos: temía que de esa pesadilla de mierda desbordasen sus padres, la casa de su infancia, el olor hediondo de la vieja.
—¡Eh, Trovato! —le gritó la hija de puta de la Chechu—. Te tengo una noticia.
¿Cuánto hacía que nadie le dirigía la palabra?
Una noticia, pensó.
Podría tratarse de la noticia que ella esperaba.
Pero no.
Faltaba tanto. Demasiados años faltaban.
O no tantos, se dijo. A lo mejor no tantos.
Se le hizo un nudo en la boca del estómago y tuvo ganas de reír. Ya llegaría la noticia de su libertad, y ella, la Trovato, volvería a la vida. A una vida que ni recordaba. ¡Qué importancia tenía! ¡Sería libre! ¡Libre algún día!
Pensar que la habían hecho cruzar ese portón cuando tenía apenas veintiún años.
—¿Me estás escuchando o no, Trovato? —insistió la guardia—. Nos vemos en el desayuno. Preparate.
Podría soñar despierta, se dijo. Ponerme de nuevo una sonrisa en los labios, arrancarme esta mueca de amargura. Soñar que salgo a la calle en pocos días, que vuelvo a jugar en la vereda con mis amigos. Podría recuperar para siempre a mi otra mitad.
Antes, en otra época, sus padres la visitaban cada domingo. Interminables tardes silenciosas. Había llegado un momento en que ya no los soportaba, por eso les había rogado que la dieran por muerta y jamás volviesen. Y, desde entonces, quién sabe si con mutuo alivio, nunca habían regresado. ¿Cuánto hacía?
Ella, al principio, los había extrañado mucho.
Después había puesto toda su energía en no contar las semanas, los meses. Y por fin había perdido el cálculo; ni aun esforzándose recordaría cuánto llevaba ahí. Tampoco tenía claro cuál había sido su crimen, pero la condena se le hacía interminable. ¿Era un gran delito preservar de la vejez a quien se ama? Una cosa es asesinar, y otra matar. Jamás la comprenderían.
Más tarde se había obligado a no mirar a nadie a los ojos, a no hablar. A no ver la decadencia de las otras internas idiotas que lo festejaban todo: cumpleaños, navidades, todo. Como si el paso del tiempo significara algo bueno. Si hasta las manchas de humedad del techo de la celda cambiaban de forma.
Te tengo una noticia, le había gritado la guardia. ¿Qué más le había dicho? Nada. ¿Le dirían lo que ella tanto deseaba? No por ahora.
Hacía mucho había recibido otra noticia. Otras palabras que no se iban de su memoria: Veinticinco años. Veinticinco años había dictaminado el juez. Ella apenas había logrado oír lo que seguía. Sin embargo lo recordaba, palabra a palabra: Se aplica la ley 24.390 sobre la duración y cómputo de la prisión preventiva, por la cual los seis meses sin condena acogen el beneficio del dos por uno. De tal manera, a partir del día de la fecha, la señorita Trovato deberá permanecer en prisión veinticuatro años de cumplimiento efectivo. Señoras y señores, el juicio queda terminado.
¿Y si la noticia fuese la que había estado aguardando? ¿Habrían pasado ya todos esos “veinticuatro años de cumplimiento efectivo”? No, ella no podía haberse convertido en una vieja de casi cincuenta. ¿O sí?
Le habían robado la juventud. La juventud, su juventud.
¿Quién era ella ahora?
Daba vueltas en la cama. Tenía que seguir durmiendo. Debía dormirse.
No podía. Era como si el cuerpo le quedase grande. Necesitaba moverse, hacer algo. Todavía faltaba para el desayuno.
Se sentó en la cama. Hamacándose con los brazos rodeando las rodillas, se cantó una canción de cuna.
Acarició la colchoneta, la pared. Encontró el hueco donde escondía el libro. Al soplar la tapa, el polvo, que acentuaba su color amarillo, se le metió en los ojos.
Ese libro guardaba la frase que ella más amaba y más odiaba. Shakespeare se la había escrito. La sabía de memoria: “La belleza y su fruto morirán sin dejar ni el recuerdo de su forma”.
Ocultó el libro debajo de la almohada. Se palpó la cara húmeda, contorneó con las yemas de los dedos las patas de gallo.
¿Cómo había sido ella? ¿Cómo había sido la forma de su belleza?
Cerró los ojos. ¡Si al menos pudiera verse! No podían haber pasado veinticinco años. Aquella estúpida mujer la estaba poniendo a prueba. ¡Qué noticia ni noticia! Las guardias se estarían divirtiendo de lo lindo con ese chiste imbécil.
Y si no pasaron veinticinco, se decía, ¿cuántos crees que pasaron?
Ella estaba sola. Siempre había estado sola.
¿Siempre?
¿Acaso había llegado sola a la vida?
—¡NO! —gritó.
Se agarró el pelo, se lo tironeó, sacudió la cabeza de un lado a otro. ¡Qué pensamiento más estúpido!
—¡No hace falta que me acuerde de aquello! —gritó, tan fuerte que las guardias ya venían corriendo a su celda—. ¡No hace falta que me acuerde de aquello! ¡No hace falta!
Se abofeteó hasta que le ardieron las mejillas.
La agarraron, la zamarrearon, le lavaron la cara por la fuerza. El agua nunca le había parecido más helada.
—Preparate para el desayuno —dijo una de esas vacas antes de irse.

Más viciado que nunca, el aire del comedor apestaba a fritanga y grasa recalentada.
Te tengo una noticia, se dijo con ironía. Te tengo una noticia, Trovato. Preparate.
Llegó a su rincón y se dejó caer en la banqueta tajeada.
Apoyó la frente en la mesa, se puso a dar pequeños cabezazos contra la madera.
Sintió la boca reseca. Juntó un poco de saliva y tragó.
Alguien se le acercaba: podía oír unos pasos como de goma en el alisado de cemento.
Los pasos se detuvieron. Su mesa se tambaleó por un segundo. Una gota de mate cocido hirviendo le mojó la mano. Al lado del jarro había un diario.
Ella no miraría el diario. ¡Qué le importaba!
El murmullo crecía en el comedor.
La página del diario parecía llamarla.
Miró. Crónica.
¿Era ella? Dos fotos de ella. De cuando era joven. ¿Por qué dos fotos?
Ella con dos peinados diferentes.
Ella con…
…con su hermana melliza.
Se detuvo en el titular:

UN CÉLEBRE CASO DE LA CRIMINALÍSTICA ARGENTINA:
25 AÑOS DESPUÉS
LA TROVATO HA CUMPLIDO LA CONDENA POR EL BRUTAL ASESINATO DE SU HERMANA

¡Era cierto! ¡Saldría! Sólo tenía que terminar su desayuno en silencio. Se contuvo. Que nadie se diera cuenta de su única alegría en años. ¡Pero saldría, sí! ¡Saldría! ¡Saldría! ¿En cuánto tiempo? ¿Dos semanas? Ahora vendrían los trámites. Bueno, se dijo, no importa. Van a largarme nomás.
¿Le habrían avisado a sus padres? ¿Los vería al fin?
Podía sentir la tensa respiración, las tensas miradas de las otras, que de golpe se habían quedado calladas. De pura envidia, seguro.

De vuelta a su celda, se cruzó con una guardia.
—¿Po… podría? —dijo, y al oírse se le ocurrió que su voz venía de otra persona.
—Sí, che, decime. ¿Qué necesitás?
—Un espejo.
La vaca la estudió de arriba a abajo, dudosa.
—Y para qué lo querés. ¿De veras tenés ganas de mirarte?
—Dejate de joder. Traémelo si se te canta. Algún billete me queda.
La Trovato bajó la mirada y siguió su camino.
Al rato la mujer le entregó, de contrabando, un marco de cuarenta centímetros de lado. Cubierto con una tela manchada de marrones, habría tenido flores en otros tiempos.
Cuando le acercó el billete, la vaca se negó.
—A vos te va a hacer más falta afuera, Trovato.

Ya sola, sentada en su catre, estiró el brazo y agarró con los dedos en pinza la punta de la tela. Fue descubriendo el espejo, la mirada fija en la superficie, recordando cómo había comenzado todo, veintitantos años atrás.
Pensó en la foto del diario. Los recuerdos salían a la luz: tan iguales habían sido con su hermana, que ni sus propios padres podían diferenciarlas.
Las lágrimas se le secaban en las mejillas. Seguramente hacía rato que lloraba. Un llanto entrecortado y silencioso.
Demasiados años habían pasado desde que su hermana melliza se lo había dicho: ¡Mira! Me salió una cana.
¿Una cana?, había gritado ella. ¿Una cana? ¡Vos estás loca!
No podía tener una cana a los veintiuno. ¡No!
Ella ya había visto a su abuela: el deterioro físico traía el deterioro mental, la falta de memoria, el olvido de todo, el ni reconocer siquiera a los seres queridos.
¡Nada de pañales!, se desgañitaba la vieja, con una mirada que no era la mirada que ella conocía de su abuela. Y los parientes ya no la atendían —Total no entiende—. Y la dejaban sola, cagada hasta la nuca, ladeada en su sillón hamaca durante todo el puto día. La cabeza blanca de canas rozaba las rejas del lavadero. Bien lejos la depositaban. Algunos días, ni le daban de comer.
Nada podía ser peor que el envejecimiento. Y el envejecimiento empezaba con la primera cana.
El espejo quedó desnudo.
La Trovato, frente a frente con su reflejo.
La piel se le había vuelto gris, opaca.
Hubiera dado cualquier cosa por apartar la mirada, pero necesitaba seguir viéndose.
Sus dedos recorrieron las mejillas agrietadas. Escarbando. Buscándose debajo de esa máscara ajena, enmarcada desde atrás por barrotes descascarados.
¿Sería realmente ella? No podía ser ella. Era la otra, que venía a mostrarle su primera cana. La otra, que se había vuelto una vieja inmunda.
La vista se le volvía oscura. El espejo y la celda se desvanecían. Adentro o afuera le daba lo mismo.
—Estoy tan vieja… Qué cansada estoy. Cansancio de vieja.
Entonces la vio: la abuela. La abuela en su sillón hamaca, la cabeza colgando.
—¡Andate! —le gritó con un grito ahogado—. ¡Qué alguien saque a esta vieja de acá! ¡Apesta!
Sus músculos habían perdido la fuerza. Temblaba. De golpe hacía mucho frío. Frío de vieja. Olores de vieja.
Fue retrocediendo hasta agazaparse en el rincón, encima de la almohada.
Había algo ahí. Un libro. Un libro viejo con palabras viejas que hablaban de la vejez.
Le pareció que flotaba, como suspendida. No podía moverse, no podía pensar.

Cuando recobró el movimiento, se lanzó contra el espejo y lo tiró al piso con la misma fuerza de veinticinco años atrás.
Ya no era un espejo. Era su cuchilla liberadora.
La Trovato alzó el brazo, se arremangó.

"La forma se su belleza", de Claudia Cortalezzi, obtuvo una mención honorífica en el concurso El tiempo en las letras y el dibujo, Fundación Deloite y Secretaría de Cultura de la Nación, 2007.

Publicado en Cinco mujeres y otra cosa, cuentos, editorial La Letra Eme, 2014.

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