A 9000 metros de altura (cuento), de Claudia Cortalezzi

Volver, piensa Miguel, sentado a una mesa de un bar en el aeropuerto Charles de Gaulle, de eso se trata. Simplemente dejar París, volver a Buenos Aires, abrazar a mi gente. Mamá, Marcela, Alberto. Decirles aquí estoy, para quedarme.
Está ansioso por abrir la carta de Alberto. El encargado del edificio se la entregó antes de salir.
Ordena otro croissant, el último antes de dejar Francia. En una mesa cercana, dos azafatas comentan en inglés el parte meteorológico. Miguel mira por la ventana cómo la tormenta barre el aeropuerto.
Abre el bolso y saca la carta. Conoce la letra del sobre, sabe que es la de Alberto, pero lo sorprende la desprolijidad. Su hermano siempre fue excesivamente cuidadoso con los detalles, sin embargo ese sobre parece escrito en medio de un terremoto.
Miguel piensa en Alberto y en Marcela, la del medio. Todavía no lo puede creer: cuando me fui, ella todavía jugaba con muñecas, y ahora está por recibirse de arquitecta.
Antes de abrir la carta, mira la cartelera para verificar el vuelo. Y vuelve al mismo recuerdo de siempre. Aquel había sido un día distinto; estaban en un parque, todos: su madre, su padre, Marcela, Albertito, que apenas caminaba, y él. Miguel no sabe de qué se reían, pero ya no le importa. Aquella risa es la única imagen que se conservó nítida a pesar de los años.
Oye una voz en español que anuncia la partida del vuelo 274 con destino a Buenos Aires.
Guarda la carta en el bolso, y camina hasta la puerta de acceso.
Con quince horas y media de viaje hasta Ezeiza tendrá tiempo de sobra para leerla carta de su hermano.
Una vez en el avión, pone el bolso debajo de sus pies y se asegura de que la carta aún esté ahí. El avión empieza a carretear. Tal vez no es una buena idea leerla durante el despegue.
Quince minutos después, a 9000 metros de altura, Miguel rompe el borde del sobre y saca un papel doblado en cuatro. Lo abre y ve la misma letra horrible del sobre, renglones quebrados como alambres de púa.

Buenos Aires, 7 de Agosto
Querido hermano:
No tengo mucho para contarte, por acá todo bien. Marcela insoportable como siempre, y yo aguantándola.
¡Ah! antes de que me olvide; ayer di bien Anatomía, ¿qué tal? Felicitame, es mi primera materia.
Le conté a mamá que te escribiría y me dijo que te mande un beso de su parte, dice que está muy ocupada y que cuando tenga un ratito te llama. ¿Cómo está? Mejor, hasta engordó unos kilos cuando dejó el psiquiátrico.
Ya sé en qué estarás pensando, pero no. No tengo novia, al menos por ahora. Como vos decís: “Lo primero es el estudio. Para lo demás, ya habrá tiempo”. Me parece verte en esa pose asquerosamente autoritaria que adoptabas cuando me lo decías. Claro que ahora usas bigote, como le dijiste a Marcela por teléfono, tendrías que mandarme una foto porque no te imagino.
La que sí tiene novio es Marcela, pero nadie lo sabe. A mí me lo contó en confidencia, y yo a vos te lo digo porque estás lejos.
El otro día estuvo la abuela, tendrías que verla, cada vez más pendeja. Papá, de estar vivo, parecería su padre. Miramos fotos viejas con la abuela y cuando te vio se puso a llorar. Tenés que escribirle a la pobre vieja. Insiste en que se va a morir pronto y que no va a volver a verte. Seguro que si fuera yo el que está en Francia, ni se acuerda.
Dirás que soy un guacho por decir eso, pero tendrías que pensar que yo estuve acá en los peores momentos. Porque el que se rajó fuiste vos, ¿te acordás? Y la pasás de lo lindo: meta Montmartre, Sena, Follié Bergé y Champs-Elyssé. Y mientras, yo me pudro en esta casa infestada de fantasmas que lo único que hacen es enloquecerlo a uno. Pero no te asustes que tu hermano todavía está de este lado: el de los cuerdos.
Yo sé bien que no te bancaste la enfermedad del viejo y la locura de la vieja. Pero por lo menos podrías haber vuelto para el velorio. ¡Ah, claro! Ya sé, no tenías plata. Aunque le podías haber pedido al tío, no te hubiera dicho que no.
Cambiando de tema: ¿a qué no sabés la última de la vieja? Tapó los muebles. Así como lo estás oyendo. Para cuando vos vuelvas, dice. No sabés las ganas que tengo de recibirme para poder mandarme a mudar de esta casa de mierda. Además parece que el hecho de irte te convierte en imprescindible, hacés bien en no volver. Yo le digo a la vieja —cuando se pone muy hincha— que allá debés tener alguna minita que te atiende de lo lindo. Encima le digo, para darle bronca, que estarás feliz de no tener que vernos la cara a nosotros.
Por suerte cambió de médico (la vieja, digo). Está más tranquila con la medicación que le dio el nuevo, claro que no le entra nada de ropa, como ya te comenté. Debe ser por tanta porquería que está tragando. Pero a vos eso no tiene por qué preocuparte, total la loca está del otro lado del océano, ¿no?
En cambio, yo me tuve que hacer cargo de todo. Porque Marcelita tendrá unos años más que yo, pero es mujer. Y vos la conocés: ella se las toma a lo de una amiga y no vuelve hasta que pasó la tormenta. Y la vieja, bueno, de eso ni qué hablar. Cualquier quilombo, se interna por las dudas.
Por suerte está el tío, ese sí que es un buen tipo. Viste que él se hizo cargo de la empresa y nos mantiene a todos. No quiere que Marce y yo trabajemos hasta que nos recibamos, ¿qué tal? ¡Quién lo iba a decir del solterón, eh!
Con respecto a eso, yo tengo mi propia teoría: para mí que él siempre le tuvo ganas a la vieja, y que ahora ve la oportunidad y la aprovecha. Hace bien, yo creo que si insiste… por ahí tiene suerte y la vieja le da bola. ¿Qué me decís? Tendríamos un papá nuevo. No sería tan problemático, hasta podría presentarnos como a sus hijos. Total tenemos el mismo apellido.
Bueno te dejo porque tengo que estudiar. Como decís vos: “Lo primero es el estudio. Para lo demás, ya habrá tiempo”.
Un abrazo, Alberto.
¡escribíme, no seas fiaca!

P.D.: ¿Te acordás del bigotudo de la armería de la otra cuadra? Bueno, el otro día me llamó y me ofreció una joyita que tenía usada. ¿No te imaginás? Un Colt 357 Magnum ¡Qué tal! Te juro que todavía no lo puedo creer. ¡Yo, con semejante cañón! No veo la hora de estrenarlo; hasta me compré un pasaje abierto a Francia por si me agarra la loca y, en el momento menos pensado, termino de una vez por todas con nuestra adorada familia. —¿Vos me vas a recibir, no?— ¿Sabés qué? estuve probando para tener una idea de cómo van a reaccionar. Sin ir más lejos esta mañana le di un flor de susto a Marcelita.
Bueno, chau.

Miguel estruja la carta. No puede dejar de imaginar.
No puede dejar de pensar que Alberto siempre logró cumplir con todo lo que se propuso.


"A 9000 metros de altura", de Claudia Cortalezzi, recibió una mención en el concurso Editorial Baobad, en 2004.

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