—Me voy a cambiar —dijo la Tere no bien entraron en la casa—. Con este calor ya no aguanto ni la ropa —se quitó la camisa de luto y los zapatos, se puso una remera, también negra, y unas ojotas que sacó del bolso.
Los postigos cerrados y la poca humedad que conservaba el piso de tierra, del agua que Juana había echado antes de salir, hacían respirable la cocina.
—Se había vuelto tan viejita —dijo la Juana, y se sacó los zapatos y apoyó los pies en el piso fresco—. Pobre mamá: ni siquiera veía, y ya no se levantaba. Está bien que Dios se la haya llevado. Pero la voy a extrañar tanto...
Tere miró a su hermana: Juana se restregaba los ojos con un repasador. A ella, a Tere, le hubiera encantado poder llorar. Todo el viaje hasta Resistencia había sentido angustia y ahogo en el pecho. Pero eso no era nada en comparación con lo que recordaba de cuando vivía aquella mujer. Y cuando el viaje llegaba a su fin, cuando se había acercado a Charata, y mucho más desde que había llegado, las imágenes que guardaba de su madre se le habían vuelto fuertes, pesadas.
Y ahora no podía llorarla, no le salía.
—Hay un ventilador ahí en la pieza —le dijo Juana, sonándose la nariz—. Traelo, si querés.
—Voy —dijo Tere—. Y vos pará de llorar, haceme el favor.
—¡Que pare de llorar! Como si acá no hubiera pasado nada.
—Digo que no es para que te pongas así, que te va a hacer mal.
—Más mal, Tere, te va a hacer a vos.
—¿Por?
—Porque no largaste ni una lágrima.
Tere buscó el ventilador, lo puso encima de una silla y lo prendió en máximo.
Hacía un rato, en el cementerio, había intentado que el llanto aflorase.
Miró a su hermana. Las lágrimas y la tierra de Charata le habían dejado surcos, como huellas, en las mejillas. También su madre muerta le había dejado surcos a ella: unas vergonzosas cicatrices que la obligaban a cubrirse las piernas, los brazos.
El fino polvillo de la calle se metía por la rendija de la ventana. Y esa tierra que volaba día y noche en Charata era una de las cosas que ella no quería recordar.
—¿Hasta cuándo se quedan? —dijo Juana.
—Yo le pregunté a la señora, a mi patrona, y me dijo que podía volver a fin de mes. El problema es el Raúl.
—¿El Raúl? ¿Qué hizo?
—Nada hizo. Es que no sé si le van a guardar el trabajo en la obra.
—Por suerte los hombres se fueron un rato —dijo Juana—. No lo aguanto al Ángel todo el día en la casa.
—¿Sigue trabajando en la algodonera?
—Sí, en la enfardadora, con el viejo Ignacio. Pero hoy le dieron franco. Igual deben andar por allá. Iban a comprar el pan en lo de la mujer del viejo.
—¿La vieja siempre tiene la panadería?
—Ahora vende fiambre y otras cosas también.
Tere miró el reloj. Si estuviera en Buenos Aires, en su trabajo en Buenos Aires, a esa hora ya habría servido la mesa.
—Pobre la señora —dijo—, sola con todo lo de la casa.
—¿Pobre, decís? ¿Cómo es tu patrona?
Tere se quedó callada.
—Vamos, mujer. No será tan bruja, ¿no? Dale, contame mientras hago mate.
Tere se acercó a la ventana, corrió el descolorido trapo que hacía de cortina, entrecerró los ojos como para mitigar el polvo volador, y observó las casas desteñidas. Pasarían mil años, pero los mediodías serían siempre pajosos, agonizantes. Y dijo:
—Mi patrona ya cumplió los cincuenta, pero parece que fuera joven. Tiene un hijo que va a la universidad.
—¿Marido? ¿No tiene marido? Tomate un mate, dale. Decime si ya está el agua.
—Sí que tiene marido, Juana. Pero el señor trabaja todo el día, no está casi nunca en la casa —chupó de la bombilla—. El agua se siente un poco fría, pero debe ser la yerba —se paró frente al ventilador, sacudiendo la remera transpirada—. Me agarró hambre.
—Ahí hay galleta de ayer —Juana le señaló una bolsa de red que colgaba de un clavo—. Y hay manteca también, en la heladera. Por suerte conseguimos una usada, porque pasar otro verano sin heladera... Y anda bastante bien. Decime, che: ¿a vos te gusta trabajar allá? Yo no aguantaría Buenos Aires —y apartó la mirada para preguntarle en otro tono—: ¿No te dan ganas de volver acá?
¿Acá? ¿Volver a Charata? No, pensó, ni loca. Con lo que le había costado encontrar una excusa para escaparse. Por suerte lo había conocido al Raúl, que justo se iba a trabajar de peón de albañil a Buenos Aires. Y el Raúl le había dicho que, si ella quería, la llevaba. Y se habían casado. Y él era bueno con ella.
—Agarrá el mate, Tere, que se me está acalambrando la mano.
Tere sujetó el mate.
—Se tapó —dijo.
—Dame. Ustedes, ni mate saben tomar. De seguro que tu patrona no toma mate. Así son ustedes.
—¿Ustedes? ¿Quiénes son “ustedes”?
—Ustedes, los porteños.
Tere pensó antes de responder.
—Sí que toma mi patrona —dijo—. Mientras yo caliento el agua, ella se queda charlando conmigo.
—¿De qué te va a charlar? —Juana le pasó otro mate—. A ver, probá ahora.
—Ya está, ahora sale bien.
—Voy a calentar un poco el agua.
Tere se quedó mirando la espalda ancha y encorvada de su hermana. La comparó con el recuerdo de la señora. Su hermana, con unos veinte años menos, parecía mucho más vieja. Veintisiete tenía la Juana.
Y ella misma, la semana próxima, cumpliría veinticinco. Hacía cuatro años que había dejado Charata. ¿Cuántos trabajos había tenido? Cinco, seis. No importaba. Nunca, nadie, ni en el Chaco ni en Buenos Aires, nadie había hablado con ella como hablaba la señora. Ni siquiera su propia hermana.
—Tuviste suerte allá, vos —dijo Juana—. Agarrá otro mate. Le puse azúcar, para empezarlo.
—Está bien, igual me gusta. ¡No sabés lo bien que cocina la señora! Y yo la ayudo. La señora me cuenta los secretos de las comidas, para que me salga todo rico. El otro día se había olvidado que venían las amigas a tomar el té. Entonces me enseñó a hacer un pionono.
—¿Un qué?
—Un arrollado casero. Me anotó la receta en mi cuaderno de comidas.
—¡No te puedo creer que hace el arrollado casero!
—Es muy fácil —dijo Tere. Fue hasta la cartera y sacó el cuaderno.
—¿Te trajiste el cuaderno?
—Sí, si es mío.
Aunque había empezado a oscurecer, las moscas seguían zumbando alrededor de la comida. Juana las espantaba con un repasador, y usaba el mismo repasador para pegarle en la mano a cualquiera que intentara servirse la tarta que había hecho Tere.
—Yo reparto —decía—, así alcanza para todos.
—Dame a mí —gritó Ángel—. Que la misa duró tanto que me muero de hambre.
—Se está bárbaro acá afuera —chilló Raúl, acomodando una silla junto a un árbol. Sobó con la mano callosa el tronco fuerte y joven—. ¿Es éste el ombú que plantamos nosotros?
Ángel asintió, sin dejar de masticar.
—Mirá vos. Ya da buena sombra.
—¿Quién quiere un mate? —preguntó Tere alzando la calabacita.
Ángel terminó de masticar, tomó un trago de vino tinto.
—Mate para las mujeres —dijo—. Te salió buena esta tarta, cuñada. Rara pero rica. Anotá, gorda. A ver si aprendés a hacer algo como la gente, vos.
Juana lo miró de reojo y lo apuntó con el repasador.
—Vos —dijo—, vos hacete el piola nomás, que no te cocino en la vida. Ahí vas a ver lo que es bueno.
—Era un chiste, mujer.
—Pasame un mate, Tere —alcanzó a decir Raúl, estirando el brazo—, que estoy atragantado —terminó el mate y lo vació en el tronco del árbol—. Se lavó, che, cambiale la yerba.
—Miralo a éste —Juana lo señaló con el cuchillo con el que cortaba la tarta—. “Cambiale la yerba”. Ahora se hace el que tiene plata y tira la yerba cuando se le da la gana.
—Plata, sí —la interrumpió Raúl—. Plata voy a tener dentro de poco.
Tere dejó la pava en el suelo y miró a su marido.
—Ya te cuento —le dijo Raúl—. Hoy a la mañana fuimos con el Ángel a verlo al viejo Ignacio. Me dijo que puedo empezar a trabajar cuando quiera.
Alguien, en la puerta, golpeaba las manos.
—¿Quién será? —dijo Juana.
Ángel se levantó, fue hasta la vereda, y volvió enseguida, acompañando a las visitas.
—Póngase cómodo, don Ignacio —dijo—. Ya le traigo una silla para usted y otra para su señora.
—Gracias, muchacho.
Tere apenas si podía prestarle atención a los recién llegados. Pero sabía que era obligación saludar: a cintazos le había metido su madre la enseñanza. Nada peor, le gritó millones de veces, que quedar como una maleducada. Enseguida piensan que la culpa es de una que no sabe ni cómo criar a las propias hijas.
El viejo Ignacio seguía parado frente a ella, esperando el saludo.
Y ella no podía dejar de pensar… ¿Sería cierto que Raúl había andado buscando trabajo en Charata? A lo mejor, don Ignacio venía a decirle que no lo iba a emplear.
Ella no podía quedarse a vivir en Charata. Pensó en la señora. No, ella no podía quedarse, no quería.
—Mi más sentido pésame —le decía el viejo, tendiéndole la mano.
Tere tragó saliva.
—Gracias —dijo, alargando a su vez su mano—. Gracias, don Ignacio.
—Siento mucho lo de su mama —le dijo la vieja, y le chantó un beso mojado.
Después, se volvió hacia Juana.
—A vos también, nena.
Otro beso.
—Gracias, señora, sientensé —Juana les indicó un par de sillas de mimbre—. Mi hermana hizo una tarta y un arrollado dulce.
—¿Vos cocinás, querida? —la mujer agarró la tarta que le ofrecían. La probó—. Muy buena —dijo, masticando—. Realmente muy buena. ¿Dónde aprendiste?
Tere quiso contestar que en Buenos Aires, pero Don Ignacio la interrumpió:
—Yo voy a comer el arrollado de dulce de leche, joven.
Juana le alcanzó una rodaja de arrollado. Don Ignacio lo saboreó tranquilo.
—Nunca comí algo tan rico —le dijo a su mujer alcanzándole un pedacito—. Tomá. Probalo y me decís.
—Riquísimo, querida —dijo la vieja—. Igual de bueno que la tarta.
—Gracias —dijo ella, cebándose un mate para no mirarla a la cara.
—¿Ya encontraste trabajo en Charata? —le preguntó la mujer.
—No. Yo ya tengo mi trabajo. Yo trabajo en Buenos Aires.
—Yo no me vuelvo —dijo Raúl—. Ya no aguanto la vida de la Capital.
—Pero… —dijo Tere—. Yo tengo mi trabajo allá. La señora me está esperando.
—Que se cocine sola, tu señora —dijo Ángel—. Ustedes se me quedan acá.
—Pero… ¿Yo que voy a hacer?
—No sé —dijo Juana—, por ahí podés tener un bebé. Quién dice...
—Raúl —dijo Tere, casi no le salían las palabras—. La señora me está esperando.
El llanto. Ella se envolvió sobre sí misma, haciendo un esfuerzo: que nadie se diera cuenta. Pero ahora no podía aguantarse.
—Dejenlá —dijo Juana—. No ven que está sensible. Todavía ni pudo llorar a la finada.
—Le va a venir bien desahogarse —dijo don Ignacio—. Hay que ver que ha perdido a la madre, la pobrecita.
—¿Qué es lo que voy a hacer acá —logró decir Tere—, en este pueblo?
—Pueden vivir en lo de mamá —dijo Juana—. La casa quedó vacía.
—Y vos — le dijo don Ignacio a su mujer—, ¿por qué no la contratás a ésta para que te haga unas tartas y unos arrollados en la panadería?
Tere los observaba a través de las lágrimas. Le dolía bien adentro, bien en el pecho, como si le hubieran arrancado un pedazo.
De lo más contento, el Raúl servía vino. Y dijo:
—Hay que brindar.
"En secreto", de Claudia Cortalezzi
excelentísimo relato, muy bien gestado.
ResponderEliminarun abrazo
Muchas gracias.
ResponderEliminarBeso
Lindos tus cuentos, Claudia.
ResponderEliminarFelicitaciones por irte ampliando poco a poco, y desarrollando más los temas, los diálogos, etc.
Muchas gracias, Tarik.
ResponderEliminarTe cuento que la mayoría de mis cuentos son largos. Al entrar a BNTB y QI, tuve que empezar a escribir mini.
Creo que gané con eso, porque ahora me salen textos largos y también cortos.
Te mando un beso.
Claudia