Aunque todos sabían del cumpleaños del abuelo, nadie hablaba del regalo.
“A los viejos se los arregla con cualquier pavadita”, decía siempre Luisa.
Cualquier pavadita, costaba plata. Y yo no tenía un mango partido al medio.
Llamé a los parientes.
—¿Qué pasa? —preguntó Marta del otro lado de la línea—. ¿Se murió el viejo?
—¡No! —contesté—. Te espero a cenar.
No faltó ni uno: con tal de garronear una comida, suspenden hasta los partidos de truco. A mí nunca me invitan. Viven criticándome por estar tan pegado al abuelo. Lo que pasa es que él me crió. A mí y a muchos de aquella manga de desagradecidos.
Ese jueves, como siempre, el abuelo se iría a jugar a las cartas a lo del viejo Remigio. Volvería tarde, ni se enteraría de la junta de familia.
No bien salió, encendí la hornalla. Y, mientras se calentaba el agua, puse la mesa. Cuando ellos llegaron, yo ya tenía todo listo.
Mientras comíamos, les expliqué cómo venía la mano.
—Lo mejor va a ser que pongamos unos pesos cada uno.
—A mí no me pagaron —dijo Roberto.
—Vine a comer acá—advirtió Rosalía, que se limpiaba la boca con la manga—, porque en casa no hay nada. Qué voy a tener plata para el regalo.
—Yo —dijo Luisa, sosteniendo un fideo entre la boca y el plato— tuve que hacerle las radiografías al Gustavito.
¡Grande Luisa!, pensé. Todos sabíamos el abuelo había pagado las radiografías con los pocos ahorros que le quedaban.
—Yo no me explico para qué tanta historia —dijo el bruto de Raúl, sirviéndose vino del tetra que custodiaba entre las piernas para que nadie se lo manoteara—. Si el viejo ni sabe en qué día vive.
Nadie quiso largar un mango.
Y yo había gastado casi todo lo que tenía en la cena: aunque no fueran otra cosa que fideos con aceite y sal.
Cuando se fueron me puse a ordenar y barrer, despegando del piso, con la punta de la escoba, los fideos fríos que estaban debajo de las sillas. Recién me había metido en la cama cuando escuché la llave en la cerradura, era el abuelo.
No pegué un ojo en toda la noche.
Imposible pedir plata en el trabajo: la patrona me había dicho que no me pagaría hasta que no terminara con la cerámica del patio.
El viernes me levanté tempranito. Como dice el abuelo: "gato dormilón, no pilla ratón". Después de unos amargos, salí para tomar el tren de las siete.
Me dormí en el viaje, seguro que por la mala noche pasada. Cuando me desperté, ya estaba en Retiro. Bajé y pregunté la hora. Las ocho y cuarto.
Como la vieja del laburo me había dicho que no apareciera antes de las nueve, me senté en un banco de la plaza a esperar que se hiciera la hora.
Vi a dos tipos, uno perseguía al otro y gritaba:
—¡Ladrón! ¡Ladrón!
Logró agarrarlo de la campera. Los dos rodaron en la vereda.
Yo me arrimé para pispear dónde estaba la guita. ¡Con lo bien que me vendría!
No me hubiera ido por nada del mundo, parecían titanes en el ring. Pero alguien dijo que eran las nueve menos cinco, y salí disparando. No fuera cosa de que me rajaran, con el cumpleaños del abuelo encima.
Ni miraba dónde pisaba. Metí la pata en un pozo, y me caí.
Empezaba a levantarme, cuando alguien me agarró de un brazo. Eran dos canas que me deben haber confundido con el chorro.
—Voy al trabajo —dije.
Me encerraron en la comisaría.
Salí el sábado a las doce.
Una vez en el tren, conté mi plata: apenas cuatro pesos con treinta y cinco. Doblé los billetes y los guardé en el bolsillo, cuidando que no se cayeran las monedas.
Tenía frío y mucho sueño. Me estaba quedando dormido, cuando oí a un vendedor. Pensé en el abuelo, a él le gustaría una billetera. Costaban cinco pesos. Casi llamo al tipo para pedirle una rebaja. Pero, la verdad, no podía gastar. Mejor lo guardo para la comida, pensé.
Cuando bajé del tren, pasé a ver a los desalmados de los parientes. Les dije que vinieran a la noche a comer unos fideos con el abuelo. No todos los días se cumplen ochenta y nueve pirulos.
El abuelo estaba muy contento. Tan contento como si se hubiera dado cuenta de que el regalo era aquella cena. Comió, tomó vino del que trajo Raúl, y se rió de los chistes tontos de Rosalía. Le hizo upa a Gustavito más que nunca.
Y entonces:
—Vos sí que tenés plata, pibe —dijo Roberto—. Mirá que invitarnos a comer dos veces en la misma semana.
Rosalía lo miró como queriendo decir algo. Pero, como tenía la boca llena, sólo hizo un gesto de aprobación.
—La gorda aprovecha —acotó Marta—. Miren: si abre la boca, se le caen los fideos.
El abuelo y yo los observábamos en silencio.
Luisa agarró a Gustavito, y cuando pasó a mi lado me dijo despacio:
—Al final, ¿qué pasó con el regalo?
El abuelo la miró y entonces ella se fue calladita a su silla.
—No me digas —rió Raúl—, que esta fiesta de mierda es el regalo.
—Lo que pasa —interrumpió Roberto, mirándome—, es que el pibe se quiere ganar la herencia. Por lo que debe costar este rancho que se cae a pedazos, yo ni me gastaría.
Marta y Roberto largaron un carcajada.
Noté que el abuelo me miraba distinto, con los ojos húmedos. Por un momento creí que todos se habían ido. Pero la risa histérica de Marta me trajo a la realidad.
El abuelo se levantó. Parecía muy cansado. Golpeó la botella con el cuchillo, como quien va a pronunciar un discurso.
—No todos los viejos son sabios —dijo, mirándome—, ni todos los sabios son viejos.
Cuando las visitas se fueron, lo acompañé hasta la cama.
—Gracias —me pareció escuchar desde mi pieza.
Quién iba a decir que se estaba despidiendo.
"El regalo", de Claudia Cortalezzi, ganó el primer premio Revista Santa Cruz, en 1999. También se puede leer en Breves no tan breves
“A los viejos se los arregla con cualquier pavadita”, decía siempre Luisa.
Cualquier pavadita, costaba plata. Y yo no tenía un mango partido al medio.
Llamé a los parientes.
—¿Qué pasa? —preguntó Marta del otro lado de la línea—. ¿Se murió el viejo?
—¡No! —contesté—. Te espero a cenar.
No faltó ni uno: con tal de garronear una comida, suspenden hasta los partidos de truco. A mí nunca me invitan. Viven criticándome por estar tan pegado al abuelo. Lo que pasa es que él me crió. A mí y a muchos de aquella manga de desagradecidos.
Ese jueves, como siempre, el abuelo se iría a jugar a las cartas a lo del viejo Remigio. Volvería tarde, ni se enteraría de la junta de familia.
No bien salió, encendí la hornalla. Y, mientras se calentaba el agua, puse la mesa. Cuando ellos llegaron, yo ya tenía todo listo.
Mientras comíamos, les expliqué cómo venía la mano.
—Lo mejor va a ser que pongamos unos pesos cada uno.
—A mí no me pagaron —dijo Roberto.
—Vine a comer acá—advirtió Rosalía, que se limpiaba la boca con la manga—, porque en casa no hay nada. Qué voy a tener plata para el regalo.
—Yo —dijo Luisa, sosteniendo un fideo entre la boca y el plato— tuve que hacerle las radiografías al Gustavito.
¡Grande Luisa!, pensé. Todos sabíamos el abuelo había pagado las radiografías con los pocos ahorros que le quedaban.
—Yo no me explico para qué tanta historia —dijo el bruto de Raúl, sirviéndose vino del tetra que custodiaba entre las piernas para que nadie se lo manoteara—. Si el viejo ni sabe en qué día vive.
Nadie quiso largar un mango.
Y yo había gastado casi todo lo que tenía en la cena: aunque no fueran otra cosa que fideos con aceite y sal.
Cuando se fueron me puse a ordenar y barrer, despegando del piso, con la punta de la escoba, los fideos fríos que estaban debajo de las sillas. Recién me había metido en la cama cuando escuché la llave en la cerradura, era el abuelo.
No pegué un ojo en toda la noche.
Imposible pedir plata en el trabajo: la patrona me había dicho que no me pagaría hasta que no terminara con la cerámica del patio.
El viernes me levanté tempranito. Como dice el abuelo: "gato dormilón, no pilla ratón". Después de unos amargos, salí para tomar el tren de las siete.
Me dormí en el viaje, seguro que por la mala noche pasada. Cuando me desperté, ya estaba en Retiro. Bajé y pregunté la hora. Las ocho y cuarto.
Como la vieja del laburo me había dicho que no apareciera antes de las nueve, me senté en un banco de la plaza a esperar que se hiciera la hora.
Vi a dos tipos, uno perseguía al otro y gritaba:
—¡Ladrón! ¡Ladrón!
Logró agarrarlo de la campera. Los dos rodaron en la vereda.
Yo me arrimé para pispear dónde estaba la guita. ¡Con lo bien que me vendría!
No me hubiera ido por nada del mundo, parecían titanes en el ring. Pero alguien dijo que eran las nueve menos cinco, y salí disparando. No fuera cosa de que me rajaran, con el cumpleaños del abuelo encima.
Ni miraba dónde pisaba. Metí la pata en un pozo, y me caí.
Empezaba a levantarme, cuando alguien me agarró de un brazo. Eran dos canas que me deben haber confundido con el chorro.
—Voy al trabajo —dije.
Me encerraron en la comisaría.
Salí el sábado a las doce.
Una vez en el tren, conté mi plata: apenas cuatro pesos con treinta y cinco. Doblé los billetes y los guardé en el bolsillo, cuidando que no se cayeran las monedas.
Tenía frío y mucho sueño. Me estaba quedando dormido, cuando oí a un vendedor. Pensé en el abuelo, a él le gustaría una billetera. Costaban cinco pesos. Casi llamo al tipo para pedirle una rebaja. Pero, la verdad, no podía gastar. Mejor lo guardo para la comida, pensé.
Cuando bajé del tren, pasé a ver a los desalmados de los parientes. Les dije que vinieran a la noche a comer unos fideos con el abuelo. No todos los días se cumplen ochenta y nueve pirulos.
El abuelo estaba muy contento. Tan contento como si se hubiera dado cuenta de que el regalo era aquella cena. Comió, tomó vino del que trajo Raúl, y se rió de los chistes tontos de Rosalía. Le hizo upa a Gustavito más que nunca.
Y entonces:
—Vos sí que tenés plata, pibe —dijo Roberto—. Mirá que invitarnos a comer dos veces en la misma semana.
Rosalía lo miró como queriendo decir algo. Pero, como tenía la boca llena, sólo hizo un gesto de aprobación.
—La gorda aprovecha —acotó Marta—. Miren: si abre la boca, se le caen los fideos.
El abuelo y yo los observábamos en silencio.
Luisa agarró a Gustavito, y cuando pasó a mi lado me dijo despacio:
—Al final, ¿qué pasó con el regalo?
El abuelo la miró y entonces ella se fue calladita a su silla.
—No me digas —rió Raúl—, que esta fiesta de mierda es el regalo.
—Lo que pasa —interrumpió Roberto, mirándome—, es que el pibe se quiere ganar la herencia. Por lo que debe costar este rancho que se cae a pedazos, yo ni me gastaría.
Marta y Roberto largaron un carcajada.
Noté que el abuelo me miraba distinto, con los ojos húmedos. Por un momento creí que todos se habían ido. Pero la risa histérica de Marta me trajo a la realidad.
El abuelo se levantó. Parecía muy cansado. Golpeó la botella con el cuchillo, como quien va a pronunciar un discurso.
—No todos los viejos son sabios —dijo, mirándome—, ni todos los sabios son viejos.
Cuando las visitas se fueron, lo acompañé hasta la cama.
—Gracias —me pareció escuchar desde mi pieza.
Quién iba a decir que se estaba despidiendo.
"El regalo", de Claudia Cortalezzi, ganó el primer premio Revista Santa Cruz, en 1999. También se puede leer en Breves no tan breves
no sé. peo al final me entristecí. precioso relato, me encanto.
ResponderEliminarbesos
Gracias, Adolfo.
ResponderEliminarEs un cuento al que quiero mucho.
Beso