Chichirolo (cuento), de Jorge Oteriño


Mateo lo venía notando: en los últimos tiempos, Duarte tomaba ciertas resoluciones más que innecesarias. Era absurdo, pero mandaba perseguir a cualquiera, porque sí. Tipos insignificantes, vagos que no sabían nada que pudiera perjudicarlo.

—Bonifacio —le ordenaba ahora, bajando el pulgar.

¿Bonifacio? Sí, Bonifacio: un gordo callado y borracho que no representaba ningún peligro. Mateo sintió asco.

Asco y dudas.

¿Sospechará algo de mí?, se preguntaba. Duarte, ese desconfiado… ¿querrá probarme? Vaya uno a saber.

Porque, en verdad, ni siquiera intuía las razones de la sentencia.

Sin embargo, no pensó en desobedecer. No porque no se atreviera a enfrentar a Duarte, sino porque jugarse por Bonifacio no valía la pena.

Había decidido cumplir, pero del modo menos cruel: el Gordo ni siquiera se daría cuenta.

—Gordo —le dijo cuando ya anochecía—, gané un toco con ese matungo. Esto es por la fija —le metió en el bolsillo unos billetes de cien y le regaló dos botellas de White Horse.

Bonifacio vio el caballo blanco dibujado en la etiqueta y se relamió: de sólo mirar, ya había empezado a mamarse. En dos o tres horas quedaría al borde del coma.

Cerca de la medianoche, Mateo se metió en la casa de su víctima.

—Gordo —llamó en voz alta.

Silencio.

Entró a la cocina. Nadie.

Recorrió la casa entera. Nadie.

Pasó al dormitorio. Nadie, y desorden dejado por quien había salido a las apuradas: Bonifacio había desaparecido.

De algún modo sospechó de la condena, o alguien lo habría enterado, y alcanzó a huir. Jamás lo encontrarían. Mateo sabía que el hermano trabajaba en Río de Janeiro con los narcos de las favelas. El Gordo se instalaría allí.

—¡Mateo, inservible de mierda! ¿Cómo te cagó ese gordo pelotudo? Claro, vos sos más pelotudo que él.

—Es la primera vez que fallo, che.

—Y la última. Porque la próxima… ¡ya sabés!

Duarte salió pegando un portazo.

Él no le dio importancia: quince años cerca de aquél lo habían acostumbrado a esas calenturas explosivas.

El asunto que ahora le mandaba, sí sorprendió a Mateo.

—Te voy a dar uno fácil.

—No me enorgullece que me elijas para lo fácil. Yo siempre hice lo difícil. ¿Quién es el “fácil”?

—Chichirolo.

—¿El enano? —preguntó Mateo abriendo tanto los ojos que se le arrugó la frente.

—Sí, el enano de mierda ese.

—Pero por qué —se le escapó a Mateo—

—Y a vos qué te importa. Porque te lo encargo yo.

—Bueno, no te calentés. Es que… me sorprendió. ¿El enano?

—Sí, el enano, el enano. Cortala con el enano. Oíme: hacelo afuera de Buenos Aires. Lo ahogás en un tacho como a un gato, o lo enterrás en una torta de casamiento. Hacé lo que sea, pero que no aparezca.

—Ta’ bien, Duarte —Mateo se levantó de la silla—. Voy al café de Danilo. A la vuelta me encargo.

Duarte dudó:

—Pero… aquí no. Afuera de Buenos Aires te dije.

—Duarte: entendí. No me lo repitas.

Mateo salió de la casa, se metió en el bar de la esquina y pidió un café con medialunas. Desayunó despacio, disfrutando la tranquilidad del lugar a esa hora temprana.

Había metido la pata cuando le preguntó a Duarte por qué condenaba a Emilio —así se llamaba Chichirolo, Emilio Del Curto—. La regla en aquel oficio era la discreción y el silencio. Mateo, de carácter prudente, la cumplía. Y nunca intentaba averiguar más de lo que le dijeran. Igual se enteraba. Sus relaciones y contactos lo proveían de toda clase de datos valiosos. Hasta le había sucedido de anticiparse a lo que vendría, de ver a alguno y decirse “A éste me lo mandan pronto”. Y había acertado: pronto llegaba la orden.

Sin embargo, lo de Chichirolo le siguió dando vueltas. No le preocupaba el enano, sino la actitud de Duarte para con él mismo: parecía como si el Jefe le hubiera perdido la confianza; como si estuviera haciéndolo a un lado; como si se divirtiera degradándolo. ¡Chichirolo! Otro don nadie igual que Bonifacio. Mateo imaginó que, de allí en adelante y de vez en cuando, debería lidiar con esos laburitos de mierda. O, más grave aún, que había pasado a la categoría de prescindible, con lo cual su vida valía menos que nada.

Respecto a Duarte resultaba inquietante que, para castigarlo a Mateo, no vacilara en eliminar a un gordo borracho o un enano de circo. Mostraba su cara más perversa, y la más peligrosa para el negocio: tarde o temprano tales desmesuradas actitudes lo harían caer en desgracia con los jefes, que adoraban la prudencia y la reserva.

Tiempo atrás, Duarte había presentado al enano.

—El señor Emilio Del Curto, alias Chichirolo —dijo guiñando un ojo y sonriendo, como si por su enanismo el pobre tipo no mereciera el título de señor. Su presencia no llamó la atención: a Duarte le gustaba rodearse de bufones.

—Andá con éste, Chichirolo —Duarte señaló a Mateo—, así te explica cómo hacemos las cosas aquí. Y obedecele en todo, o te reviento el culo a patadas. ¡Ja, ja, ja!

En el bar de Danilo, entre cerveza y cerveza, Chichirolo le contó su historia: infancia de abandono, vida pobretona de artista de circo.

—Vine a Buenos Aires recomendado a Duarte, para entrar en la tv. Desde pibe aprendí de todo: payaso, acróbata, malabarista… Pero Duarte me dijo que me quedara con él.

—Para servirle de diversión —aclaró Mateo.

—Sí, ya sé. Pero me da casa, comida y buena platita. Duarte no es tacaño.

—Tacaño no: jodido. —Lo miró de arriba abajo y agregó—: No le gusta que la gente hable de más. Así que… cerrá la boca, petiso. Mirá que en esta profesión, uno se mancha las manos con sangre.

El tal Del Curto se quedó callado un instante, los ojos entrecerrados. Después dijo:

—No te preocupes, Mateo —y uniendo las puntas del índice y el pulgar, se las pasó por los labios.

A partir de entonces, el enano, jugando su papel de bromista y saltimbanqui, pasó a engrosar la escolta permanente de Duarte.

—¿Andás medio tristón, che? —le preguntó Mateo una noche.

—No, cansado nomás. Este conchabo me agota. Ni un minuto me queda para mí.

—Y sí… —comentó Mateo mirándolo de reojo—. Cansa vivir como monigote.

Chichirolo acusó el golpe:

—A vos qué te importa. Yo no me meto con vos.

—No te enojes, Emilio, te lo digo por tu bien. Conservá tu dignidad. Si este garca —señaló con el pulgar la puerta cerrada de la oficina de Duarte— te prometió meterte en la televisión, exigíselo. Y tomate para vos los fines de semana. Vacaciones... Qué sé yo.

—Para vos es fácil decirlo —murmuró Chichirolo.

—Y hacerlo —lo interrumpió Mateo—. Mirá: ahora voy a seleccionar unas bailarinas para el cabarute nuevo. Vení conmigo. Las elegimos juntos, cuando terminemos nos llevamos dos y… —movió el puño de atrás hacia adelante imitando un émbolo—. A vos te gustan las minas, ¿no?

—Claro que me gustan.

Mateo dio dos golpecitos en la puerta de la oficina de Duarte, y sin esperar respuesta la abrió.

—Me voy —dijo—. Emilio me acompaña.

—¿Ah sí? —Duarte lo miró con sus ojitos de cerdo—. ¿Y quién le dio permiso?

—Yo le di permiso.

—¿Y vos quién sos?

—El que te saca las papas del fuego. —Y dirigiéndose a Chichirolo—: Vamos, Emilio. Saludá al jefe.

En silencio y con los ojos bajos, Chichirolo corrió con su trotecito corto hacia la salida. Una vez en la calle dijo:

—¡Cómo lo enfrentaste!

—Ma sí…

Hipódromo, garitos, bailantas se acostumbraron a Mateo y su “hermanito”, como irónicamente llamaban a Emilio.

—Te adueñaste del enano —reprochó cierta vez Duarte.

—Emilio Del Curto no tiene dueño. Él hace lo que quiere.

A Duarte la respuesta le cayó como una escupida. Se le achicaron los ojos y se le apretaron los labios. La idea de que alguien le quitara lo que él consideraba propio, fueran cosas o personas —porque Duarte no distinguía entre unas y otras— le resultaba insoportable. Entonces: castigo a quienes pretendían sacudirse el yugo. Emilio al cadalso, y Mateo a oficiar de verdugo de su protegido.

¿Y si se negaba?

No, imposible. Ahora estaba seguro: La orden de eliminar a Chichirolo era una prueba a que lo sometía El jefe. A Duarte había que descifrarlo, atender más a lo que callaba que a lo que decía. “Te voy a dar uno fácil”, se completaba tácitamente así: “Si errás el golpe, te consideraré un traidor”. Cualquier gil adivinaría las consecuencias.

Mateo terminó su desayuno, saludó a Danilo y a los pocos parroquianos que ya entraban en el bar, y salió: había llegado el momento de encargarse de Chichirolo.

No precisaba salir de Buenos Aires como quería Duarte. Conocía infinidad de lugares, a orillas del Riachuelo por ejemplo, donde cosas y personas desaparecían para siempre.

Ya en la oficina, Mateo se sentó del otro lado del enorme escritorio, frente a Duarte.

—Llamalo —dijo—, que me lo llevo y no lo ves más.

El enano entró tocando una pandereta, cantando y bailando.

Todos rieron. Mateo le gritó:

—Dale, Chichi, pará con la broma y vámonos.

Chichirolo no contestó. Siguió con su bailecito mientras lanzaba unos alegres “¡Olé, olé!”.

Al llegar al lado de Mateo, saltó sobre él y le pegó con la punta de los dedos rígidos de la mano izquierda. Fue en la garganta, un golpe de taekwondo que lo derribó y lo dejó paralizado, aunque consciente. Al mismo tiempo, con la derecha arrojó la pandereta, un artero búmeran contra Duarte. Los cascabeles insertados en el borde del instrumento, en realidad filosísimas navajas, hicieron blanco y le abrieron a Duarte un tajo en el cuello del que saltó un borbollón de sangre. El pecho se le tiñó de rojo.

La expresión del enano había cambiado: ya no más el despreocupado bufón de chistes y payasadas, ahora lucía serio y concentrado.

Se acercó a Duarte, que de espaldas en el piso jadeaba sus últimos estertores. Comprobó que el hijo de puta se estaba muriendo, y lamentó que no se estuviera muriendo despacio.

Se despreocupó de él y miró a Mateo: caído al otro lado del escritorio, se desesperaba por moverse en su afán de superar la parálisis.

El enano fue hacia él, se agachó, le quitó de la funda la Beretta .380 que Mateo llevaba en la cintura, se alejó unos pasos y dijo:

—¿Sorprendido? Je, je. ¿Te preguntás por qué? No sé por qué. En el caso de Duarte, me lo imagino; en el tuyo, no. Pero la orden fue clara: “Mateo también”, me dijeron.

Con el arma que le había quitado a Mateo, Emilio Del Curto le apuntó al corazón.

—Chau, Mateo —dijo, y apretó dos veces el gatillo.

1 comentario:

  1. SABE USTED TENER PEGADO AL LECTOR. EXCELENTE SU RELATO.
    UN ABRAZO

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