A los otros (cuento), de Oscar Piolini


Al alba volvieron. Otra vez volvieron.

Sí. Te digo que volvieron. Me escuchaste bien. No, ya no sé cuántas veces: acá perdés la cuenta, no sabés si son las cuatro de la mañana o las cuatro de la tarde.

Ahora eran tres, la vez pasada en cambio habían sido cinco. Enfundados en impecables batas blancas desenrollaron un centímetro de costurera y, sin pedir permiso, me midieron la longitud del tórax, el perímetro del abdomen y la distancia del esternón al pubis. El más joven tomaba las medidas y repetía con voz monocorde:

—Setenta y cinco, ciento veintidós…

El otro anotaba escrupulosamente en una libretita de tapa azul, destilaba prolijidad. El tercero, un hombre viejo, me sonreía y me miraba con esa cara de vaca buena al otro lado del alambrado, como la que le ponen a los que se saben que están mal y no van a mejorar.

Yo me daba cuenta, pero no abrí la boca.

Era obvio que para ellos se trataba de un asunto rutinario. Pero no para mí. Al salir me despidieron con un débil adiós, que no traía esperanza, como cuando se desvanece la blanca espuma del mar.

Tuve mucho miedo. Más miedo que nunca.

Tendido boca arriba en esta cama de hospital, habito un tiempo eterno. Estuve vagando por un universo elástico, ese que es patrimonio exclusivo de los enfermos y de los viejos. Hasta que llegaste, sólo esperaba mi hora. Siempre había creído que cosas así le podían pasar a otro, pero no a mí… Justamente a mí. Vos sabés bien que toda la vida hice los deberes: trabajé día y noche, formé una familia como Dios manda. Hasta compré la casa de Bernal, ¿te acordás? El último Peugeot, con techo corredizo, me espera en el estacionamiento de la otra cuadra. Sí, el gris perla que tanto me costó.

Siempre con camisa Polo a rayas y pantalón claro pinzado, con mocasines marrones. Infaltable el Bremer sobre los hombros. Igual que vos, igual que todos. Sí, claro, en la oficina traje y corbata, excepto los viernes. ¿Viste que ahora los viernes dejan ir de sport?

Te digo que uno piensa que a uno no le va a pasar, pero le pasa.

Escuchame: no te la esperás. Creés que te vas a morir de viejo, que para eso falta una eternidad, que lo de las enfermedades es problema es de otro, por eso ni te importa. Pero a lo mejor, sin darte cuenta, te estás muriendo desde ahora. Ya no falta mucho, no falta nada. En un segundo cambia tu vida, tu mundo.

Mientras tanto vivís confundido. Te preocupas por llegar puntual al trabajo, consumís un noticiero tras otro, te peleás con tu mujer porque gasta mucho, hacés largas colas para pagar y haces colas más largas para cobrar. Como si fuera poco, te amargás por tu jefe, rezongás con tus hijos que no hacen la tarea, sufrís si compraste acciones o si sube el dólar. Te enloquecés con los que cortan las calles y tocás bocina en los peajes. Y en el supermercado buscas colesterol free.

Pero a lo mejor te estás muriendo, creéme. Hasta que no te pasa, no te das cuenta. Es un segundo, ¿quién te lo hubiese dicho? Ese maldito e incólume segundo en que se acaba tu falsa luna de miel con la realidad. Entonces te aparece un dolor que antes no tenías. O te encontrás un bultito cuando te enjabonás. Una mañana te levantás con menos fuerza y pensás que se te va a ir; pero no, resulta que eso llegó para quedarse y, aunque no puedas digerirlo, es el principio del fin.

A cualquiera le puede pasar. Yo me acosté perfecto y cuando me levanté y fui al baño el espejo me devolvió un yo todo amarillo. Ojo, el espejo estaba limpio, impecable. No, no te rías. Creéme que es así, no exagero en nada. Yo nunca supe lo que era un dolor. Sólo me puse amarillo, todo amarillo. De golpe.

Al principio pensás en ir al médico. Después te decís que eso que tenés se va a ir solo. Mágicamente, que como vino se va a ir. Pero resulta que no se va. Entonces lo consultas con tu amigo que te cuenta que a otro amigo le pasó lo mismo y le preguntas qué tomó, y tomás lo mismo. Pero eso no se va.

Se te ocurre pedir permiso y disculpas en el trabajo y te fijas en la cartilla de osde dónde atiende ese médico que te recomendaron. Y te dan un turno para dentro de un siglo y esperás una eternidad para te atienda. Y te revisa. Y aparece ese silencio sospechoso en el que él te mira y no te dice nada, en el que se genera esa expectativa incierta y sentís que por un instante estás en sus manos, que por primera vez no podés controlar la situación. Y esperás que te diga que no tenés nada, que con una pastilla enseguida te curás. Y mientras todo se demora, te vas lamentando por haber perdido tu precioso tiempo; vas pensando que si te apurás a tomar el subte, llegas antes de que finalice el horario de trabajo.

Pero no.

Resulta que el tipo ese, vestido de blanco, sigue con cara de póquer, y te mira sin hablar. Y te empieza a doler todo: la panza, la cabeza. Y se te ocurre que podría ser algo serio.

Mientras, el otro escribe un montón de recetas y órdenes de análisis y estudios y placas. Te los entrega y te explica lo inexplicable. Y vos no entendés o no querés entender de qué te está hablando. Y se te aflojan las piernas y te vas cayendo en un agujero cada vez más negro, profundo. Y también vas cayendo en la cuenta de que estás jodido, muy jodido. Y, por ahí, jodido para siempre. Y en una de esas ya nunca vas a poder ser feliz.

El médico te despide.

Vos te vas lleno de papelitos. De regreso a la efímera seguridad de la sala de espera, vas pasando de a uno esos papelitos. Y te das cuenta de que llevás la sentencia, despiadada, inapelable: junto a tu nombre, escrito a las apuradas, una orden de internación.

El principio del fin…

Mirás alrededor y todo se ve distinto. Los valores y las perspectivas cambiaron. ¿Sabés? Desde ese momento ya no te importan el palo de golf y el partido del sábado. Te da lo mismo si el jardinero no vino el viernes y el fin de semana el césped estará largo, o que los riegos no funcionen.

Suena el celular. No atendés porque tenés un nudo en la garganta y de golpe el mundo es otro o paró de girar. Y te volvés pequeño, indefenso.

Te dan ganas de llorar y pensás en tus viejos —¿Hace cuánto que no los ves?—. Te gustaría ser chiquito de vuelta y volver a la seguridad del abrazo materno.

Te desnudan y ponen una bata blancuzca, casi transparente, descartable. Tenés mucho frío pero no decís nada. Empezás a darte cuenta de que dejaste de pertenecer a vos mismo, para nunca jamás. ¿Entendés? Sí, perdés tu identidad. Y perdés tu dignidad también. Te acostás en la camilla que te indicaron, y te dejás llevar a la rastra —como un objeto— de un lado para el otro.

Lejos quedaron la camisa Polo y el Rolex. Ahora sos uno más: pasaste a pertenecer a ese submundo que nunca te importó. Claro, ¡qué te iba a importar! Vos estabas tan lejos de todo eso que le pasaba a otros, ¿te das cuenta? Y ahora sos vos el que cayó al abismo de los enfermos.

Después de incontables estudios, todavía no te acostumbraste: la camilla dura siempre te hace doler la espalda. Querés quejarte y no hay a quien quejarse.

Aunque… una vez —en la última resonancia— había alguien: dos enfermeras charlaban junto a la puerta. Te cuento que adelante mío, un tipo, cansado de gritar, empezó a aplaudir. Ni siquiera así lo advirtieron; nunca vino nadie, creéme. A veces me parece que lo enfermos nos volvemos invisibles. Estas ahí, desnudo y frágil, despojado de tus investiduras, en una cola de camillas ante la misteriosa puertaplomada de sala de rayos X.

Cuando por fin te llega el turno, te clavan agujas y tubos en todos los agujeros del cuerpo. Nadie te pregunta si te duele o si algo te molesta. Médicos, enfermeras y auxiliares, todos están apurados porque cambia el turno, y ellos tienen sus vidas allá afuera del hospital. Entonces te ponen boca abajo, boca arriba, de costado. Y vos sentís vergüenza de tu cuerpo desnudo, sobre todo de tus genitales que a la vista de esos extraños parecen estar de más, y no encontrás manera de cubrirlos.

Llega un momento en que lo único que se te ocurre es pedir clemencia. Pero no te sale, ni podés articular palabra con la sonda nasogástrica que te metieron por la nariz y que llega a tu estomago. Cuando lográs tragar saliva, sentís el gusto salado de tu propia sangre; la deglutís gota a gota. Te lastimaron. Parece de terror, ¿no? ¿Pensás que estoy dramatizando? Es así, te lo aseguro. Es una pesadilla, nadie lo cuenta. O si lo cuentan, ni lo oís: a la gente no le interesa por lo que pasan los enfermos. Las personas sanas están en la suya, en sus cosas. Total, lo que sucede en los hospitales es cosa de otros. Los de afuera están seguros de que a ellos no les va a pasar, nunca.

Y cuando ya estás entubado, sin previo aviso, se abre la boca de un túnel. Un túnel que, visto de afuera, te hace acordar a la cinta trasportadora del crematorio; eso que viste en alguna película, no sé. Y ahí vas vos, a meterte en un tubo hermético y frío. No podés moverte, apenas respirar. Hay un ruido ensordecedor que golpea sin parar, parece que te va a estallar la cabeza. Hasta que te sacan, por fin. Y si el suero se tapó, te canalizan otra vena y listo. Es en ese momento cuando descubrís que el dolor va a ser tu compañero fiel.

No puedo pensar en otra cosa, perdoname.

Acá estoy, ya me ves.

Ahora espero.

Espero la muerte de alguien. Y que ese alguien tenga un cuerpo parecido al mío. Compatible, le dicen. Que lo abran, espero. Que, antes de que acabe de agonizar, llegue un médico y dictamine que está muerto, aunque su hígado siga vivo. Y que ese hígado encaje en las medidas de mi tórax. Es lo único que espero.

Por eso ellos llegan al alba. Van y vienen. Miden y vuelven a medir. Tienen que asegurarse de no desperdiciar un órgano ¿sabés?

Y yo tengo miedo. Mucho miedo. Miedo de que no consigan el hígado. Miedo de morir en la espera.

Sí. Muchas veces pienso en cómo era antes. Me acuerdo de que vivía tan apurado… Tocaba hasta tres veces el botón ascensor. No podía perder un segundo.

Me creía inmortal: hablaba por teléfono mientras manejaba a toda velocidad por la banquina. Y escuchaba a todo volumen a los Guns. Me llevaba el mundo por delante.

Ahora todo cambió. Ahora tengo el tiempo del mundo. Ahora espero hasta que llegue el hígado, tarde lo que tarde. Ya no me importan los cortes de ruta ni el dólar ni el traje ni la corbata. Ni siquiera el partido del sábado.

Se me ocurre que la muerte es solitaria. Estás solo allá. Nadie te acompaña.

¿Que no piense en eso? Yo no soy tonto, me doy cuenta de que los parientes, los amigos, todos traen una sonrisita impostada. Vienen a despedirse. Me alientan. Me mienten de una manera tan obvia… Y no pueden sostener la farsa, por eso nadie se queda mucho.

¿Qué? ¿Ya te vas?

Por favor, quedate otro rato. No te vayas. ¿Podés? No me dejes solo. ¿Qué decís?¿Que todo esto lo escriba?


Escrito por Oscar Piolini

Trabajado en el taller literario de Claudia Cortalezzi

4 comentarios:

  1. USTED SIEMPRE COMPARTE GENIALIDADES. MUCHAS GRACIAS. SIEMPRE ES UN PLACER VISITAR SU ESPACIO.
    UN ABRAZO

    ResponderEliminar
  2. ¡Muchas gracias, Adolfo!

    Oscar Piolini es un gran autor.
    Un beso.

    ResponderEliminar
  3. Me encantó, una combinación exacta de realismo, emoción, clima…Excelente!!!

    ResponderEliminar
  4. Uy, Oscar, qué cuentazo!! Clau, gracias por recomendármelo. Felicitaciones, es cruelmente real y emocionante.

    ResponderEliminar