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Publicado en "Vidas breves", suplementro Cultura del diario Perfil, mayo de 2012.
Ilustrado por Marta Toledo
En abril de 1917, cuando Estados
Unidos se involucró en la Primera Guerra Mundial, Ernest Hemingway tenía 18
años y ya se había iniciado como periodista en el Kansas City Star. Ya había
leído mil veces aquel papelito que el Jefe de Redacción había dejado bajo la
cubierta de vidrio de su escritorio del diario, que decía: "Escriba con
frases claras y concisas. No se haga el artista". Ya lo había aprendido de
memoria y lo llevaba incorporado para toda su carrera de periodista y escritor.
Pero
en ese momento, él no lo sabía, solo quería unirse al Cuerpo
de Expedición Americano
junto
a otros muchachos de su edad. Y fue a presentarse como voluntario sin imaginar
que un problema de vista le impediría convertirse en soldado.
¿Cómo hacer para ir al frente? Él no se
daría por vencido. Se ofreció en la Cruz Roja Internacional, y lo aceptaron. En
mayo de 1918, desembarcó en Burdeos. Luego fue a Milán.
Cuentan que una noche, en Fossalta, al
norte de Venecia —no habían pasado dos meses de su llegada a Europa—, en medio
de un ataque austríaco, Ernest cargó sobre sus hombros a un soldado italiano y
corrió sin prestar atención a las balas que los asediaban. Una granada lo
alcanzó en la pierna, y él cayó y se levantó y siguió hasta sus líneas. El
herido había muerto y su propia rodilla estaba destrozada, pero se había
convertido en héroe. El gobierno italiano le otorgaría una Medalla de Plata por
su valor.
Internado en un hospital de Milán, estuvo a punto de perder
su pierna. Durante su recuperación conoció a la enfermera Agnes Von Kurowsky,
con quien tuvo un romance. De esa experiencia, nueve años más tarde, surgiría
una de sus mejores novelas: Adiós a las
armas.
Tras la guerra,
regresó a su país. Se casó con Elizabeth Hadley Richardson. En 1922 se mudaron
a París, donde nació su primer hijo.
Nada era fácil, pero
él escribía. Escribía mucho. Y también bebía mucho.
Su estancia en París
lo llevó a relacionarse con escritores como Ezra Pounz, F. Scott Fitzgerald y
James Joyce.
Sus primeros
trabajos: Tres relatos y diez poemas y En este mundo pasaron inadvertidos. Ernest viajaba por Europa como
corresponsal del Toronto Star. Seguía
bebiendo mucho, escribiendo mucho y retaba a cualquiera a boxear por dinero o
por placer.
Editó The sun also rises —Fiesta, en español—,
que se vendió muy bien. Pero la crítica recién lo tomaría en cuenta tras la
edición de Hombres sin mujeres, que
contiene cuentos como “Los asesinos”.
Fue después del
nacimiento de su segundo hijo, de su segunda mujer, Pauline Pfeiffer, cuando
por fin… ¡llegó su primer gran éxito: Adiós las armas!
Y entonces vinieron
más libros y más éxitos.
Como corresponsal de
la Guerra Civil Española, conoció a la periodista Martha Gellhorn, su tercera esposa.
Se mudaron a Cuba, a la Finca Vigía, actualmente Museo Hemingway. Ahí escribió Por quien doblan las campanas —ambientada
en la Guerra Civil Española—, que rápidamente
se convirtió en best-seller, y le abrió las puertas de Hollywood. La película,
dirigida por Sam Wood, llevó el mismo título que el libro;
la protagonizaron Ingrid Bergman y Gary Cooper.
La vida feliz de Francis Macomber, Las
nieves de Kilimanjaro,
y El viejo y el mar, llegarían más
tarde también a la pantalla grande.
Casi en el final de la
Segunda Guerra Mundial, conoció a Mary Welsh, una periodista del Time, que se convertiría en su última
esposa.
En 1952, publicó El viejo y el mar. Al año siguiente de
dieron el Premio Pullitzer. En 1954, la American Academy of Arts and Letters le
otorgó el Merit Award y el mismo año ganó el Premio Nobel de Literatura.
Había nacido en Oak
Park, Illinois, en julio de 1899.
Y, en julio de 1971, en
Ketchum,
se disparó en la cabeza con su propia escopeta.
Logró que su obra
ejerciera gran influencia en otros escritores, por la maestría con que conjugaba
brillo y sencillez.
Claudia Cortalezzi
Claudia Cortalezzi
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