El suelo ya no brilla. Y mucho
menos brilla para mí, un vulgar traidor.
Después de mi defección, nada
importa. Me da lo mismo si el gris —esa lepra que nos quita lo mejor que
tenemos—, aquieta su avance o continúa implacable y voraz.
Ahora sé que hay cosas peores
que observar cómo se va lavando el semblante atezado de los negros, cómo
nosotros mismos perdemos el blanco.
¡Tanto disfrutaba familia y
amigos! Y desde aquel día fatal, me ignoran. Mil veces necesitan de mí, pero siempre
se las arreglan para no llamarme. Pensar que en otro tiempo fuimos uno, ellos y
yo. ¡Mi querida familia!
Hay entre los míos varias
parejas de idénticos. Mi equipo son los ocho gemelos. Nacimos tan inmaculados
como cada habitante de este sector de mi universo. Una blancura que alcanzó a la
tropilla, incluso a las torres del castillo.
Los gemelos tenemos la cabeza
redondeada y un pie que nos sostiene bien erguidos, para que mantener la postura
no nos distraiga de nuestra misión. Jamás nos apartamos del reglamento:
avanzamos recto, matamos en diagonal. Nadie osaría violar las reglas, quién
sabe cuál sería el castigo. Somos guardianes —todos: Tres, Cuatro, Uno, Ocho;
hasta yo mismo, Dos—. Ofreceremos nuestras vidas por su majestad el rey y su reina,
todas las veces que sea necesario.
Recuerdo que al principio,
cuando mi mundo era nuevo, yo creía que los blancos lo poseíamos todo, que
viviríamos felices por siempre. Entonces —lo evoco con una claridad que aún me estremece—
vi aparecer al primero de ellos: uno
negro. Enseguida advertí un agitarse del suelo. Creí que uno de nuestros
caballos… Y no me había equivocado: se trataba de un galope, del galope de un
caballo renegrido. Los intrusos se multiplicaron, se ensañaron en su ímpetu. Acababa
de iniciarse la primera gran batalla, y yo no lograba comprender tanta locura.
Durante aquella acometida no
cesaba de preguntarme el porqué de tanto odio. Cuando al fin todo se volvió
silencio, me descubrí de pie. Los pocos blancos que por milagro nos habíamos salvado
permanecíamos de espaldas al victorioso ejército negro y sus gritos de
algarabía. Permanecíamos frente a la figura ladeada —que nunca acababa de caer—
de nuestro soberano. Advertí que habían derribado la torre derecha, que de mi
familia quedaba poco más que una sombra.
Desde aquel lejano día —entre victorias
y derrotas, de las que perdí la cuenta—, recorrí cada sector de este universo.
Aprendí que el mundo es cuadrado y plano, y que tiene sesenta y cuatro albergues
individuales que jamás compartiremos con nadie, ni amigo ni enemigo.
Un centenar de veces me
mataron, y siempre regresé a la espera de una nueva lucha. En cada enfrentamiento,
atacamos y resistimos hasta el extremo. Y, a pesar de la experiencia, nunca estoy
listo para morir.
En aquel día ignominioso,
testigo de mi infamia, me ubiqué en el tercer compartimiento, delante del alfil
del rey, entre Cuatro y Seis. Por el rabillo logré otear a Tres, que se elevó y
avanzó dos casilleros. Inmediatamente el peón dama del otro bando lo enfrentó cara
a cara. Una sacudida recorrió el campo hasta mis pies, y todo se precipitó con
extraordinaria violencia. Mi alfil vecino me sobrevoló trazando una diagonal
perfecta para ir a instalarse en la boca misma del lobo; ni terminó de
apoyarse: una torre negra lo embistió, lo devoró.
Jamás había visto vacilar a una
torre blanca, jamás me tocó presenciar el espantado retroceso de nuestro alfil dama,
jamás un caballo aliado había mostrado un galope tan desparejo, jamás se había
detenido mi reina a sollozar ante las ruinas.
Y yo no me había movido.
La devastación me envolvió, sofocándome
de vértigo. Una polvareda —o cenizas, no sé— fue cubriéndolo todo, me cobijó. Cuando,
tras un siglo de oscuridad, la nube se deshizo, vi que los sobrevivientes —muchos
sujetándose las tripas— corrían de un lado a otro. Todos trabajaban. Todos
menos yo, nuevamente cegado: amigos y enemigos se adivinaban iguales.
Volví a ver. Rodeado, así me
descubrí. Rodeado de grises.
Oí un quejido familiar, un pedido
de auxilio. Se trataba de un peón gris, cuya voz pronto reconocí: era Cuatro. Giraba
sobre sí mismo esparciendo sangre, no lograba controlar la oscilación.
Un poco más allá —como en
aquella primera batalla— un oscuro jinete hostigaba a mi señora. Sin piedad
alguna la atravesó con su alabarda. Y cargó contra un caballo blanco, que con
fervor suicida intentó bloquearle la entrada a nuestro reino. Mi compañero nada
pudo hacer: la bestia lo derribó y avanzó bufando en dirección a nosotros, surcando
el suelo.
Y oí que Cuatro susurraba:
—Por favor, Dos, no me dejes.
¿Pero qué podía hacer yo, por
él y por mí? Seguía neutralizado, imposible defendernos de esos cascos que se nos
venían encima.
De golpe resurgió de sus
despojos Cuatro, le cortó el paso al jinete enemigo y logró herirlo de muerte
con un certero cabezazo. ¡Me había salvado! Tan valiente, mi amigo.
Mi temblor disminuyó, respiré
más calmo.
Pero aún no había paz. El eco
de una carrera descontrolada se oía más y más cerca.
De entre el estrépito surgió un
gemido apagado. Giré para ver: Cuatro ya no imploraba, se había aovillado en sí
mismo.
Tras él —como una aparición—: la
dama.
No puede ser, pensé: mi dama ha
muerto. Entonces, la figura se contorneó frente a mí, se desnudó de la polvareda.
Y su efigie relumbró azabache.
Cuando Cuatro intuyó el
peligro, volvió a enderezarse —en un grito de dolor que me acribilló las
entrañas— y se dispuso para la defensa.
Volví la mirada a ella: diosa oscura, sublime… Flotaba por
encima del exterminio. ¿Flotaba hacia mi
posición?
Se alineó: desplegaría sobre mí
su descomunal poderío. Y yo no atinaría a moverme. Necesitaba rozarla, eso me
haría feliz.
—¡No la mires! —me gritó Cuatro—. La tienes a tu alcance: ¡mátala!
¿Matarla?
—¡Vamos,
mátala!
Matarla. Sería la primera vez
que yo haría algo grande: matar a la reina oscura.
No. No podía. Ella era… se
desprendía tanta calma de los gestos de esa mujer… No, ama mía, no lo haré. Con
gusto me entregaré a la muerte definitiva, en tus manos.
—¡¡¡mátala de una vez!!!
Cuatro tenía razón, debía
aniquilarla. Pero, ¿cómo? Lo mejor sería escapar. Por un segundo logré despegar
mi mirada de la diosa y vi que no había salida. Estaba cercado. Aunque no del
todo: ¡sí que había una salida! El compartimiento libre, detrás de mí. Tal vez
podría…
—¿Vas a retroceder, peón? —la
reina de la noche cantaba para mis oídos.
—Soy un soldado —logré murmurar—,
un… guardián.
El pie de ella había pisado el
límite de mi privacidad, estábamos tan cerca uno de otro…
—Toma mi puesto, ama —me oí
decir, incrédulo ante tal abyección.
No podía sospechar lo que me
esperaba al final de la partida. Esa batalla trastornaría mis días para
siempre.
—Mi vida es tuya, reina —mi voz
era mi voz, aunque yo no dominaba las palabras.
—¡No la veas, amigo! —me gritó
Cuatro intentando rescatarme.
Con el mayor de mis esfuerzos,
aparté la mirada. Y el imán de ella me soltó. Nos separamos en alma y cuerpo, salí
despedido hacia atrás.
—Los peones no retroceden, peón
—dijo, sensual—. Nadie puede improvisar su marcha, ¿lo has olvidado?
Una sacudida detonó en mi base
y se extendió hasta mi cabeza. Mi mirada perdía fuerza, el entorno se
desdibujaba.
—Tienes miedo, peón —la oí
decir—. Puedo olerlo.
—Dos —una voz desde mi otro
costado—. Dos, soy Cuatro. No la escuches.
—¡Cuatro! ¿Seguís ahí?
—Acá, amigo. Resistiendo.
—Una lástima, peón —graznó la
bruja, y soltó una carcajada feroz, que me aturdió—. Has perdido tu oportunidad.
Es mi turno ahora…
La vi arrojarse sobre mí.
Entonces —jamás sabré cómo— tironeé
de Cuatro hasta lograr lo inconcebible: torcer las reglas para conseguir un
enroque.
Ya en su puesto, me volví a
observar cómo mi hermano —mi querido hermano Cuatro—, vencido en mi casilla, se
hundía en las fauces de aquella alimaña.
Poco más duró la batalla, creo.
Finalmente triunfante, mi
ejército blanco no festejó.
Permanecí aislado. Necesitaba
apagar el rumor creciente a mis espaldas.
—Un demonio —decía la torre del
rey—. Un demonio en la familia.
Algunas frases, palabras:
—Ha contaminado la estirpe.
—Exorcismo.
Después, el eterno silencio. La
displicencia.
Desde ese día, nadie me
comunicó nada nunca. Desde ese día, ni siquiera la indiferencia me ronda.
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