Medianoche de un cinco de enero. A punto de ingresar en el espacio aéreo de Europa, los tres
personajes eternos casi se llevan por delante una Estación Espacial de Control.
Ellos no sabían
qué estaba sucediendo. Preparando los regalos y manteniendo a dieta a los
camellos para que pudieran volar sin riesgo sobre el océano, no habían tenido
tiempo de leer un solo diario en los últimos meses.
—Paren, paren,
paren… —les dijo un minúsculo señor que agitaba los bracitos como si quisiera
empujarlos para atrás con camellos y todo—. No pueden pasar. Se los ordena el
Veedor Espacial de esta benemérita Estación. O sea —agregó, sacando pecho—, yo.
—Pero… ¿por qué?
—Porque vienen
con animales. Por eso.
—¿Y?
El Veedor se
llevó las manos a la cabeza. Tenía el pelo reluciente y negro. Uno de los
camellos por poco le atrapa un mechón entre sus dientes.
—¿Ustedes viven
en otro mundo? —dijo el funcionario, molesto, al borde de la indignación—. ¿No
se enteraron de que Europa prohibió la entrada de animales en su territorio?
Todo chancho, vaca, burro, caballo, gallina, perro, ardilla, piojo y/o
garrapata tienen impedido el paso. Ni las moscas pueden pasar.
—¿Y eso a qué se
debe, si se puede saber?
—¡Control de
aftosa, señores!
—Mire, caballero
—dijo el más morocho de los tres personajes señalando a sus fieles y jorobados
animales de carga—, estos son camellos ¿entiende?
—¡Bien dicho,
Baltazar! —dijo el más viejo, que, por la exaltación, casi se le cae la
corona—. Ni nuestro amigo Melchor hubiera podido decirlo con más claridad.
—Yo agregaría
algo más, mi querido Gaspar —respondió el aludido—. Diría que este… este señor —miró al Veedor de arriba a abajo—
me está resultando muy pero muy antipático.
—Eso —dijo
Baltazar—. Debe hacer mucho tiempo que este… este señor no pone sus zapatos en la víspera de un seis de enero.
—No le veo
tierrita en las uñas, seguro que ni se acordó de cortar el pasto.
—¿Pasto? —dijo el
Veedor abriendo los ojos.
—Sí, para
nuestros camellos. ¿O no recuerda que estos animales se llaman camellos?
Una de las tres
bestias sonrió mostrando sus dientes amarillos.
—Perfectamente
—dijo el Veedor, después de una pausa. Tenía una expresión malévola, y el pelo
parecía relucirle más que nunca—. Voy a agregarlos a la lista —escribió un par
de líneas—. Ya está, ¿ven? Tampoco pueden entrar camellos ni acompañantes de camellos —y sonrió satisfecho
exhibiendo el papel como si fuese un trofeo.
Entonces habló el
más joven de los tres, que se había quedado pensativo:
—Perdón, ¿usted
acaba de decir, si no me equivoco, que nosotros tampoco podemos entrar?
En seguida el
Veedor Espacial buscó un papel en el bolsillo. Parecía un ave de rapiña; más
precisamente un cuervo, de tanta negrura.
—“Los seres
humanos (es decir, mujeres y/o hombres) —leyó con tono de director de colegio—
que intenten atravesar el espacio aéreo de Europa con cualquier intención, y
vengan acompañados o acompañando a cuadrúpedos, plantígrados, primates o
cualquier otra clase de insectos o mamíferos,
deberán permanecer en cuarentena en un cuartito preparado especialmente
en esta Estación.” ¿Clarito, no? —sonrió, jadeante y relamiéndose como un gato.
—¡Pero si la
aftosa no afecta a los humanos! —dijo Gaspar.
—¡Por las dudas!
—contestó el veedor.
—¿Cuarentena
—preguntó cauteloso Melchor— quiere decir cuarenta días?
—¡Usted lo ha
dicho! —expresó triunfante aquel burócrata del espacio.
—Y dígame una
cosa, señor Aguafiestas —la negra piel de Baltazar se había puesto roja de
tanto contener la furia—: ¿quién va a explicarles a los chicos que nosotros
tres nos hemos quedado varados por cuarenta días en una mísera Estación
Espacial?
—Ese no es mi
problema, señor mío.
—¡“Rey mío”, si
no le molesta!
—Tranquilo,
Baltazar —intervino Melchor—. Hay cosas más importantes. Ya casi es seis de enero.
Los chicos esperan los regalos esta noche.
—Y además, ya
deben haber puesto los zapatos en la ventana.
—Y el pasto y el
agua.
—Ya dije
—confirmó el veedor— que ese no es mi problema.
De golpe los tres Reyes Magos empezaron a vaciar su equipaje. Formaron pilas enormes con
paquetes. Era imposible imaginar que tantos regalos entraran en apenas tres
bolsas.
—¡Por favor
guarden eso! ¡No me desordenen la estación!
—Dígame otra cosa
—se le acercó Melchor—: ¿usted nunca fue chico?
—Sí, claro. Como
todo el mundo. ¿O usted qué se cree? ¿Que nací de un huevo?
De un huevo no, pensó Baltazar. Nació de
una máquina. Pero se contuvo.
—Entonces —dijo,
un poco triste—, ¿cómo es que no nos reconoce?
—No me pagan por
reconocer a la gente —al hablar, se mordía los labios, era como si triturase
cada palabra—. No me pagan por reconocer a la gente —repitió—, sino para
impedirles el ingreso.
—¡Esto es
increíble! —dijo Melchor, llevándose las manos a la corona.
—¡No lo puedo
creer! —agregó Gaspar.
—¿En serio no nos
reconoce? —susurró Baltazar.
—¡A ver! —gritó
el veedor, furibundo, dirigiéndose a la fila—. ¡A ver si alguno de ustedes
reconoce a estos tres payasos que montan caballos deformados!
Los viajeros que
esperaban con paciencia su turno se acercaron.
Muchos se
quedaron tiesos en cuanto los vieron, varios los tocaban para comprobar que
realmente se trataba de ellos. Y
otros —da pena contarlo— no les llevaron el apunte.
—Pero si son nada
menos que… —empezó a decir un señor, emocionado.
—… basta
—interrumpió el veedor—, ya es suficiente. Cada uno a su sitio. Y ustedes tres
circulen, que tengo mucha gente que atender.
—Perfecto —dijo
Baltazar en un tono fuerte como una orden, y los regalos se metieron solos en
las bolsas—. Nos vamos. Pero conste que usted será el único culpable del seis
de enero más triste de la historia.
—¡¡¡Circulen!!!
—otra orden los alejaba de los chicos, de las caras de felicidad—. ¡Se me van
para allá derecho! —el funcionario estiró el brazo señalando un cartelito que,
por la distancia, casi ni se veía.
Melchor agudizó
la vista y alcanzó a leer la palabra infractores.
Levantó una de las bolsas, y los otros hicieron lo mismo. Empezaron a caminar,
seguidos por tres camellos desganados, tan apenados como ellos mismos.
Melchor giró la
cabeza para ver al funcionario: sonriendo, ya llamaba al siguiente de la fila.
Antes de llegar
al cuartucho al que los habían confinado, los tres Reyes Magos oyeron gritos. Y
se detuvieron.
La fila se había
convertido en una marejada de gente discutiendo y arremetiendo contra el
veedor. Cuando el maldito pudo liberarse, apareció totalmente despeinado.
Gaspar miró su
reloj y después a sus compañeros.
Nadie lo dijo,
pero sabían que estaban teniendo la misma idea: de ahora en más, los chicos no
les escribirían cartas. Ni una sola. Desilusionados, desparramarían por toda la
Tierra un único pensamiento: los tres Reyes Magos ya no existen.
En medio del
griterío se les acercó una mujer pequeña, de mirada dulce, como de maestra
jardinera.
—Tenemos una
solución —dijo.
—Dígala rápido
—se impacientó Baltazar—, antes de que llegue la mañana.
—Es sencillo —la
mujer sonreía—. Existe una prohibición de ingreso a Europa para cualquier
acompañante de animal.
—¡Qué novedad!
—Eso ya lo
sabemos…
—¿Y para esto nos
molestó?
—Bueno —siguió
diciendo la señora, ahora en puntas de pie—. En el pliego de prohibición no
dice que los acompañantes no puedan recibir visitas en la Estación Espacial
durante la cuarentena.
—¿Entonces?
—dijeron a trío.
—Entonces, los
chicos pueden venir a la Estación a recibir sus regalos.
—Pero… ¿cómo?
—Nosotros —y
señaló a algunos compañeros de fila que se acercaban, solícitos— podemos
ayudarlos.
—Vamos a dejar
cartas de invitación en sus zapatos —interrumpió un señor muy gordo, ansioso,
con expresión infantil.
Los tres Reyes
Magos se miraron interrogantes.
—En los zapatos
de los chicos, quise decir —aclaró la mujer, feliz.
Las caras de los
tres se transformaron. Fue tanta la emoción, que soltaron las bolsas llenas de
paquetes. Pero no cayeron, quedaron suspendidas en el aire.
Volvieron a la
entrada de la Estación acompañados por sus nuevos amigos. Ahí encontraron al
veedor. Lo vieron distinto. Ahora los miraba asombrado, como si los descubriera
por primera vez. Al parecer, la mujer pequeña y el gordo le habían aclarado
quiénes eran ellos.
—Está bien —dijo
el veedor, intentando acomodarse aquella maraña negra y pegajosa en que se
había convertido su pelo—, pero aclaren en la invitación que es por única vez.
No quiero que se les haga costumbre. Ya me imagino lo que va a ser este lugar
cuando se llene de chicos… —y siguió hablando pero nadie lo escuchaba.
Todo el mundo se
había puesto en movimiento. Algunos escribieron las cartas y otros las separaron
para la distribución.
—Y antes quiero
leer una de esas invitaciones —dijo el veedor con un dedo en alto—. Yo todavía
soy la autoridad en este lugar.
Se tomó su tiempo
para estudiarla.
—Bien —dijo al
fin—. Corta y concisa.
Baltazar lo miró
fijo y, sin que él lo notara, le arregló un poco el pelo para que no asustara a
los invitados.
Poco después, los
chicos empezaron a llegar.
Algunos venían en
pijama con los zapatos en la mano, otros se habían vestido tan apurados que
tenían una media de cada color o la remera de atrás para adelante.
No importaba cómo
estaban vestidos, ni su color de piel, ni su idioma. Todos, sin excepción,
traían pasto, pan dulce y agua para los camellos.
*
Ahora que han
proliferado las estaciones espaciales, cada año, en una parte distinta del
planeta, los tres personajes eternos realizan la entrega en el cielo.
Y a vos… ¿nunca
te tocó ir a visitarlos?
¡Dale, dejá de
leer y revisá tus zapatos!
Por ahí encontrás
una invitación que dice:
Melchor, Gaspar y Baltazar, más conocidos como los Reyes Magos, el
próximo seis de enero te darán en mano el regalo que estás esperando. Para
esto, tenés que subir a al Estación Espacial más cercana a tu casa
MUY BUENO, CLAUDIA, YA ESTOY CORRIENDO A LA ESTACIÓN MÁS CERCANA! JORGE ARIEL MADRAZO
ResponderEliminarEsperame, Jorge Ariel. ¡Vamos juntos!
Eliminar¡Muchas gracias!
Te mando un beso
Clau
Me parezco al Veedor: ¡Olvidé la fecha!
ResponderEliminar¡Me gustó mucho!
Saludos.
¡Muchas gracias, Julián!
EliminarSaludos
Clau
Claudia, querida. Qué tierno tu cuento. Hacía muuuuuuuucho qu no leía algo así. Un placer
ResponderEliminar¡Muchas gracias, Lucía!
EliminarTe mando un beso.
Clau
Gracias Claudia por este regalo de Reyes. Me encantó.
ResponderEliminarMuy fresca y acertada la caracterización de los Magos. No perdemos la ilusión de encontrarlos en un rincón de la galaxia.
Un abrazo.
Alicia
¡Gracias a vos, Alicia, por leerlo!
EliminarTe mando un beso.
Clau