Abrirse paso (cuento), de Claudia Cortalezzi


—¡Ni vos ni nadie me van a impedir que vaya! —grita Daniela esquivando los sopapos.
—¡Si serás puta! —dice el viejo, retomando el aliento.
—¿Y qué? ¿Ahora querés arreglarme? Para tu información, papito, yo ya no tengo arreglo. Tendrías que haberte acordado antes. Llevás como veinte años de atraso.
—A mí no me vengas con reproches, pendeja de mierda.
—Si justamente eso es lo que te gusta —Daniela se le acerca—, que sea pendeja. Tu pendeja, tu nenita. Ahora voy entendiendo por qué cuando mirás mis películas te calentás así.
—¿Qué? ¡Qué sabés vos!
—Te espié —dice Daniela en tono insinuante—. Sí, la nena de los videos te miraba mientras te metías la mano bien en los pantalones. Ahí no me dijiste “puta”, claro: no querías que me enterara de que mi propio padre ve mis películas.
—Ahora es distinto, Daniela. Estás embarazada.
—Igual tenemos que comer, ¿no? Así que mejor olvidate de que soy tu nenita, y pensá que este tipo paga una bocha por las fotos.


Si quisiera, él podría verificar por enésima vez que ha dejado todo listo: la botella de vidrio, llena y cubierta provisoriamente con un tapón también de vidrio, la máscara, los guantes y las correas. Podría comprobarlo sin necesidad de moverse del sillón hediondo donde piensa dormir esta noche. Pero no mira otra cosa que no sea su propia mano abriéndose y cerrándose en la penumbra.
Hay que entrenarla, piensa.
Le gusta observar cómo su mano, mientras se ejercita, intercepta el haz de luz que entra por el costado del trapo que cubre la ventana. Los vándalos del barrio aún no lograron acertarle a la luz de mercurio que ilumina esta parte del edificio. Por eso la disfruta, juega con ella como si supiera que al día siguiente, al atardecer, ya no estará ahí.
Mañana, piensa. Mañana a esta hora todo habrá terminado. Habré tenido tiempo de darle una lavada al piso y de quemar las sábanas que ahora, limpias, cubren mi cama.
Con sólo repasar el bosquejo de la operación, siente la adrenalina, la erección que crece dentro de sus pantalones. La cosa viene bien barajada.
Y sigue ejercitando su mano. Aunque ahora no la mira. Lo que ve es la cara sonriente de su presa.
—¡Linda foto, guacha! —le dice al portarretratos.
Pero no es lo artístico lo que le parece “lindo”, ni la cara, ni las tetas redondas, perfectas. Es el perfil de la panza de la mujer, por el que ahora desliza la yema del dedo.
Mira el reloj. Las cuatro.
Otra noche sin dormir, la puta madre. Se incorpora en el sillón y mete la mano en el bolsillo del jean. Saca el Trapax y lo acomoda bajo la lengua.
Faltan pocas horas, piensa mientras se va quedando dormido.
La mirada profunda y oscura de la mujer lo contempla con ese amor que le llena el alma. Ella lo sostiene contra sus senos desnudos, de donde bajan blancos hilos de tibieza: su alimento, su alimento esencial. ¡Qué felicidad! ¡Ser pleno y libre y esclavo a un tiempo! Ser un bebé, con edad para apreciarlo. Ser uno con Mamá. Y de repente lo inevitable: sabe que es el final, que la unión se terminará algún día y para siempre. Que ahora mismo se termina. ¡No, no me dejes!, grita. ¡Por favor! Sus manos sonrosadas, tan pequeñas todavía, a tientas, buscan en el aire sin encontrar nada.
Nada.
Y él, tumbado en el sillón, siente el dolor en su propio pezón estrujado.


Daniela cruza por plaza Congreso. Si no estuviera tan pesada, iría a pie hasta San Telmo. Linda noche para caminar, se dice, y recuerda otras noches en que la familia, feliz, paseaba de la mano como si realmente todos se quisieran.
Toma el colectivo 64, que la dejará a dos cuadras de lo del fotógrafo.
Espero que no sea un loco de mierda, piensa, admirándose el busto en el reflejo de la ventanilla. Un trastornado de los que se vuelven putos por las minas con el bombo. Bueno, a lo mejor le gusto. Y no precisamente porque el tipo sea un depravado: la verdad es que estoy bastante bien, y eso que hace varios meses que dejé el gimnasio.
Siente una molestia en la entrepierna, en el borde de la bombacha. Seguro que se cortó: ni pensar en el trabajo que le llevó la depilación, el espejo tendido en el fondo del bidet, su mano abriéndose paso entre los labios, esquivando la panza para que la yilé alcanzara cada recoveco.
Poniéndome seria, no estoy de humor para coger con un desconocido. No esta noche, después del sermón del viejo. Parece mentira cómo me jode que me diga puta.
Y se le cruzan por la cabeza mil imágenes de cuando laburaba en la calle.
No, se dice, no estoy de humor para eso.


Él despierta empapado en sudor. Pero está feliz: después de hoy, aquello desaparecerá de su memoria.
Ya en el baño, abre la ducha. Se queda más de media hora bajo el agua. Se seca sin apuro. El espejo no puede reproducir mi ánimo, piensa mirando su imagen desfigurada por el vapor que no termina de disiparse.
—Y si el espejo no puede reproducir mi ánimo —dice sonriente—, ella tampoco podrá.
Se viste con cuidado. Un fotógrafo serio, de los que pagan mucho, de los que consiguen una pieza en un edificio en ruinas en San Telmo sólo para dar el clima necesario a la producción fotográfica, debe llevar un atuendo limpio y cuidadosamente desprolijo.
Sobre la mesa pone pan, manteca y un cuchillo de untar. Vuelve a la heladera y saca un tetra. Eso es lo que se llama un buen desayuno.
Ya debe estar llegando, piensa. Le pasa la lengua al pan arrastrando la manteca. Nunca lo hizo antes. Hay tantas cosas que hoy hará por primera vez… Se eriza de sólo pensarlo.
Mira la botella. La misma botella que observaba cuando ejercitaba su mano.
“Acordate de que el ácido sulfúrico se come el plástico” —le había dicho el vendedor—. “Así que ponelo en vidrio. Y cuando lo toques usá guantes. Mirá que quema como la puta que lo parió, pibe. Tené cuidado, yo no quiero quilombos”.
—Quema, pibe —dice él, y no puede contener la risa—. Quema como la gran puta.
Y se le ocurre que podría beber un trago del contenido.
—Lindo —se dice—. ¡Lindo quedaría!
No tiene intención de tocar la botella hasta que llegue la hora de cambiarle la tapa.
Sin embargo, no descarta la idea de convertir el ácido sulfúrico en bebida: si algo sale mal, si la mina no se deja atar, la obligará a tragar un poco.
Y después beberá él también. Será una buena manera de terminar con todo.


Daniela gira para ver, a sus espaldas, el Cabildo iluminado. ¿Cuántos años hace que su madre la trajo a conocerlo? ¿Cuántos años que no la ve? Quién sabe, con un poco de suerte ya estará muerta. Tantas veces intentó suicidarse y no pudo, la pobre.
El chofer del colectivo la espía por el retrovisor.
Tiene una pinta de pajero que no se banca. Este debe ser un consumidor nato de cine condicionado. Seguro que me conoce.
Le devuelve la mirada con una mueca de sonrisa.


Desde hoy se hablará de él. Tal vez lo llamen “El Monstruo de San Telmo” o “La Bestia del Ácido”, acaso memoricen su nombre verdadero; incluso puede imaginar al mismísimo Enrique Sdrech tratando su caso por la tele.
Cubre sus manos, se coloca la máscara, cambia la tapa de la botella por un gatillo pulverizador. Conteniendo el aliento, lleva la botella a la otra habitación, donde harán las fotos.
Vuelve al comedor.


Daniela se baja en Paseo Colón y San Juan. En la vereda pisa algo blando, que le provoca náuseas. Quiere llegar de una buena vez, sacarse las fotos, cazar la guita y mandarse a mudar.
Hay poca gente por la calle, nadie a la vista para consultar la dirección. Saca el mail que le mandó el fotógrafo, y estudia el planito.
Recuerda que Sonia, una amiga suya, también había contactado un fotógrafo en el chat… y resultó que el tipo la esperaba con una banda de degenerados. La pobre estuvo como quince días para reponerse.
Llega al edificio, la chapa es tan vieja que apenas se lee el número. Retrocede unos pasos para mirar el frente: paredes chorreadas que huelen a podrido. Duda un segundo. Siente el movimiento del bebé y se pasa la mano por la panza.
Todavía no puede creerlo: ha llegado al octavo mes. Mira la puerta, que está apenas arrimada, la empuja un poco y abre con un chirrido. Después de todo es una suerte que no haya podido juntar la plata para el aborto. Entra.
Aprieta el botón del ascensor y espera. Trata de descifrar unos grafitis de la pared, garabateados con birome. El ascensor se detiene en planta baja, ella sube. Marca el piso del fotógrafo y se desabrocha el tapado: hoy la panza parece a punto de estallar.


Le da otro trago a la caja y deja el vino sobre la mesa.
Han golpeado a la puerta.
—Ya voy —dice.
La mirilla no le permite apreciar la silueta de la tipa. Saca la cadena.
—Buenos días —a ella se le nota la tensión de la voz.
—Pasá —dice él, seco.
Es increíble, piensa: cuando están a punto de parir, se vuelven chanchos para carnear. Casi no parece la misma de la foto.
—Me retrasé un poco. Salí de casa temprano, pero…
—No pasa nada, piba —él cierra la puerta con llave y cadena.
—Daniela.
—Sí, Daniela.
—¿Tu nombre era…?
—Pongamos que me llamo como te guste. Que sé yo, Teo.
—¿Cómo Teófilo?
El tipo no contesta.
La conduce a la otra habitación.
Le muestra el escenario.


Daniela mira alrededor: las paredes descascaradas, el espejo borroso, la cama de bronce opaco, y el piso en el que se advierte el recorrido de la escoba. Todo contrasta con la pulcritud de las sábanas blancas, como almidonadas.
—Bueno —le dice Teo, y ella huele el tinto que despide hasta por la piel—. Sacate la ropa y ponete eso —le señala una bata sobre la cama—. Cuando estés lista me llamás.
Y la deja sola en el cuarto.
Hay un olor extraño.
—No te demores —se oye desde la otra habitación, tal vez el laboratorio.
Bicho raro, se dice Daniela.
Y descubre la botella de vidrio con el gatillo pulverizador sobre la mesa de luz, a un lado de la cámara fotográfica.
Acerca la nariz. Huele.
Picante.
Algún producto de los que se usan para el revelado, a lo mejor.
Y la voz de Teo:
—¿Se puede?
Daniela se apresura a quitarse la ropa.
La bata. La bata es una prenda masculina, bastante usada pero limpia. El aroma a laverrap le da un instantáneo dolor de cabeza: una vez leyó en la pelu que a muchas embarazadas les pasa.
—Ya está —contesta ajustándose el cinturón por encima de la barriga.
Teo entra, la mirada fuerte. Daniela siente un sudor frío por su espalda y se abraza la panza.
—Acostate.
Ella se sienta en el borde de la cama, acomoda su peso en el centro. Apoyada sobre el codo, sube las piernas.
Él saca de un cajón varios cintos como los de las poleas del gimnasio.
Le acomoda una muñeca dentro de la correa. Le lleva mucho tiempo pasarle la presilla hasta que queda ajustada; parece nervioso, excitado. La sujeta a la cabecera de la cama. Repite la operación con la otra muñeca y con cada tobillo.
Daniela siente que está muy tirante pero no se queja. La regla número uno es: “Si querés trabajar en lo nuestro, nunca digas que esto o aquello te molesta”.
Lo mira. Lo estudia, mejor dicho: el tipo hierve de angustia. ¿De locura, acaso?
Ahora me saca las fotos, piensa. Ahora me saca las fotos, me visto y me paga. Y después la calle. Es sólo un ratito, es hoy… Es la primera vez que un fotógrafo me da asco, debe ser por el embarazo.
Se concentra en la respiración. Como en el curso preparto.
—¡Carajo! —dice Teo cuando termina de desabrocharle la bata y ella queda desnuda con la panza hacia el techo.
Agarra la cámara, se aleja un poco y la observa.
—Perfecto —dice.
Pasan los segundos. A Daniela le parece que hace una eternidad que la mira por el lente y aún no gatilló una sola foto.
—¡Lo sabía! —lo escucha decir—. ¡Ya lo sabía!
La cámara se estrella contra el piso, es el disparador para que él se le abalance y apriete el pezón y el líquido amarillento brote.
—¡Qué hacés, la puta madre! ¡Dejame! ¡Estás loco!
Teo la suelta.
Daniela vuelve la cabeza. Lo ve agarrar la botella de encima de la mesa de luz, lo ve empuñar el gatillo pulverizador, apuntarle a la cara. Hirvientes hilos de aquel líquido chorrean por las paredes de vidrio, y una humareda nauseosa vuela por el aire, como en cámara lenta se cierne sobre su panza. Y siente un ardor insoportable en el abdomen, un ardor que parece penetrarle hasta las entrañas. Ahoga un grito, la cara empapada de lágrimas. No puede dejar de mirar al tipo.
—¡Ahhh! —como gusanos vivos, los chorros humeantes lamen los nudillos del fotógrafo. Un hedor a quemado se desprende de la piel descarnada, roja. La botella se le resbala de la mano y rueda bajo la cama—. ¡La puta que lo remilparió! —grita él agachándose detrás, seguramente palpando bajo el colchón con la mano sana.
Daniela siente una puntada en los ovarios, la panza se tensa como un odre y le duele con un dolor distinto: contracciones. El ardor de esa nube maldita parece más fuerte a cada segundo.
Se estira todo lo que le permiten las ataduras, quiere mirar. Tiene los ojos resecos, de tan abiertos; se da cuenta de que ni siquiera ha parpadeado. Y ve cómo el hombre se reincorpora a un costado de la cama.
—¡Hija de puta! —grita él—. ¡Todas las madres son unas hijas de remilputa!
Daniela se retuerce en la cama, luchando con las correas que le desgarran la piel. Y el esfuerzo hace que la panza esté cada vez más endurecida. Se oye a sí misma gemir, no puede contenerse.
Respiro, respiro, respiro. Y ve que Teo se le acerca con la mano hirviéndole en una espuma roja que le deja ver el blanco, los huesos de los dedos. No se atreve a mirar el estado de su panza: ¿habrá llegado al bebé aquel ácido, habrá penetrado tanto? Le duele más aún, siente una gran necesidad de abrir las piernas. Pero las ataduras no se lo permiten.
El tipo se inclina por encima de su barriga y dice algo que ella no alcanza a escuchar. Y repite lo mismo, cada vez más fuerte hasta que Daniela entiende:
—Perdón, mamá, lo siento —y retrocede hacia un rincón donde se queda observándola—. Perdón, mamá. Perdón.
Entonces Daniela cierra los ojos y grita, se olvida de dónde está. Lo único que quiere es parir.
Sólo escucha sus propios gritos de dolor que parecen traerle más dolor.
Y siente que le llegó la hora: traer al mundo a otro ser, algo, alguien rosadito, tierno. Hace una fuerza brutal para expulsar. No sale nada, o cree que no ha salido nada: las ganas —ganas como de descargar el vientre— vuelven, y ahora con mayor intensidad.
Sabe que es el momento, que debe respirar. Jadear, mejor dicho.
Y no puede. Necesita que le suelten las manos, necesita metérselas y sacar al chico que la está volviendo loca de dolor. Oye un alarido, un alarido de su propia garganta. Algo le dice que no debe gritar, que debe guardar silencio. Pero no puede. Ni siquiera se atreve a abrir los ojos. Y otra vez a hacer fuerza.
Está agotada, pero las ganas son más y más intolerables. Vuelve a pujar, a empujar desde el fondo de su cuerpo que la obliga a convertirse en lo que nunca quiso y que ahora anhela con todo su ser.
Otro alarido. Se le desgarran las cuerdas vocales, al mismo tiempo que el útero y la vagina.
Y ahora el gran placer de sentir que el dolor —al menos, lo peor del dolor— ya pasó. ¿Y el primer grito de su bebé? ¿Habrá nacido muerto?
Imposible saberlo. Lo único que sabe Daniela es que falta expulsar la placenta. Aunque no da más, y quiere dormir. Está tan debilitada que ni siquiera entiende qué son esos ruidos que la rodean: acaso el llanto de un bebé, acaso el lloriqueo de un hombre.
Lentamente abre los ojos.
Ve al fotógrafo en el rincón.
—Ayudame —logra hacerse entender—. Con la placenta, por favor. Sacala.
Lo ve aproximarse cauteloso.
—Agarrá la placenta y tirá.
El tipo sujeta la placenta y la atrae suavemente como si no se atreviese a hacerle daño.
Ella siente que se desmaya. Si no fuera imperioso mantenerse despierta… Si ese individuo fuera normal, incapaz de irse y dejarla sola, amarrada a la cama con su hijo unido a la placenta, dormiría una semana entera.
—Después —balbucea Daniela, tratando de que la voz le salga lo más dulce posible—. Por favor, después llamá a un médico.
Teo sigue con su meticulosa tarea de extraer la totalidad de la placenta, parece poseído. Lo ve acariciarle el sexo ensangrentado. Su mano parece quemada o algo así. Lo ve acercar la boca a su vagina.
Quiere cogerme en semejante estado, piensa. Dios mío, se ha vuelto loco.
—Está tan dilatada… —lo escucha decir.
Como a través de un sueño de niebla espesa, todavía alcanza a verlo: arranca las correas de las piernas doloridas, se las abre con violencia arrastrando al bultito rosado, aún unido a la placenta. Lo alza en el aire, por encima de su cabeza. Y lo arroja contra el piso.
Él se reclina sobre su vientre quemado por el ácido, hinchado aún; se arrastra hacia abajo mientras sus manos le recorren la entrepierna y se apoderan de su vagina, manteniéndola abierta en la totalidad de su dilatación. Entonces, Daniela vuelve a cerrar los ojos, se entrega a ese letargo postergado.
Y sueña.
No está en esa habitación.
Su hijo no ha nacido todavía.
La cabeza de ese hombre no es lo que puja por abrirse paso en la abertura de su cuerpo.

"Abrirse paso", de Claudia Cortalezzi
También en Axxón

3 comentarios:

  1. ufffffffffffff, guauuuuuuuuuuuuu, se me cortó la respración, ufffffffffff. tremendo escrito.
    un abrazo

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  2. Un cuento bárbaro, de esos a los que ya nos tenés acostumbrados. Lindo releerlo. :)

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