—¡Salí, nene, no molestés! —gritó Melina.
Darío seguía con ese juego infernal de “el-aire-es-libre-yo-no-te-to-co”.
—El aire es libre, yo no te toco —le decía, pasándole la mano a un centímetro de la cara—. El aire es libre, yo no te toco.
—¡Mamá! ¡Darío me está molestando!
No hubo respuesta.
—¡¡Mamá!! —volvió a gritar Melina, esta vez con más fuerza.
—El aire es libre, yo no te toco. El aire es libre, yo no te to…
—¡¡¡Mamá!!!
—El aire es libre, yo no te toco. El aire es libre, yo no te toco. El aire es libre, yo no te…
Melina se preparó para gritar más fuerte, pero Darío esta vez sí la tocó: le tapó la boca con la mano.
—¡Callate, nena! —le dijo—. ¿No ves que mamá se está bañando y no te oye? El aire es libre, yo no te toco. El aire es libre, yo no te toco.
Melina lo miró a los ojos y empezó a llorar en silencio.
No era la primera vez que su hermano le hacía el jueguito de “el-aire-es-libre”. Ni tampoco la primera vez que él aprovechaba la ausencia de la madre. Ni, mucho menos, la primera vez que ella no la oyese, estuviera bañándose o no.
Siguió llorando frente a la sonrisa burlona de Darío, que ahora le cantaba:
—¡La nenita llora, la nenita llora! —de pronto se detuvo, la miró con una mueca feroz, como si lo hubiese pensado mejor. Y volvió a entonar—. ¡La nenita llora, la nenita llora porque mamá no le da la teta!
Melina no aguantó más. En realidad, ella era la mayor de los dos, de modo que se hizo de todas sus fuerzas —que eran más de las que creía—, y le dio semejante empujón que lo sentó de culo. En el piso, aquel estúpido se masajeaba los cachetes, con lágrimas en los ojos.
Ella caminó erguida hasta el baño. Iba a golpearle la puerta a su madre para contarle lo que había pasado, antes que Darío le fuera a decir: “Ella me pegó”. Pero no golpeó: el ruido de la ducha le dijo que su madre aún estaba debajo del agua. Mejor no hincharla, se dijo. Ya soy lo bastante grande como para andar con cuentos.
Y fue a encerrarse con llave en su habitación. Se calzó los auriculares, se acostó en la cama y cerró los ojos.
Un golpe en la puerta la sobresaltó. Apagó la música y oyó que su hermano le decía algo. Resolvió no darle importancia. Y volvió a prender la música, ahora más fuerte.
Pasando a un centímetro de su cara, las manos de Darío se habían fundido como si estuviese rezando, y ahora se convertían en la aleta de un tiburón. A cada vuelta del gigante alrededor de su cara, el cuerpo de mujercita de Melina se iba achicando. Brotando de entre esas hileras de dientes triangulares —cada uno de la medida de un dedo de su mano—, la sangre regaba el piso. La sangre, su sangre, ¿de quién si no? Al tantearse el pecho, Melina descubrió un hueco húmedo. Se metió la mano, escarbó entre los colgajos de piel, de carne, y supo que el animal acababa de arrancarle el corazón.
Se despertó con su propio grito.
Miró el reloj. Las nueve de la noche.
—Me quedé dormida —dijo.
Se quitó los auriculares y oyó que alguien lloraba del otro lado de la puerta.
Darío.
No lo consoló. Todavía estaba enojada.
—Mamá no sale del baño —dijo él entre lágrimas—. ¿Qué hacemos?
Melina no le respondió. Fue hacia el baño sabiendo que él la seguía.
—¡No entrés, tarado! —le ordenó, llevando la mano al picaporte.
Abrió.
El vapor de la ducha, que seguía abierta, le impedía ver. Y aunque le daba miedo acercarse, Melina lo hizo. Metió la mano por el costado de la cortina, cerró las canillas.
El agua dejó de correr. Le era imposible ver nada detrás de la cortina oscura.
Melina se sentó en el inodoro a esperar que el vapor y el miedo se disiparan.
No quería pensar. Sabía que la gente andaba muy loca. Lo había visto en la tele: por cualquier estupidez —no poder pagar la cuenta del teléfono, por ejemplo—, se tiraban de la terraza. Pasaba hasta en Japón, que los japoneses tienen plata y todo. Su madre no tenía plata, pero sí sobrados motivos para suicidarse. Estaba renerviosa últimamente, y no paraba de decir: “Un día de estos van a saber lo que es bueno”. Esa frase siempre la asustaba a Melina. Ahora no quería correr la cortina ni verla tirada con las venas abiertas. O a lo mejor colgando de la ducha, una soga al cuello. Siempre había temido que su madre la dejara sola. O, lo que es peor, que la dejara a cargo del infradotado de Darío.
¿Cuántas veces la había escuchado gritarles que si seguían peleándose como perro y gato se iba a matar? Ellos habían estado peleándose como perro y gato.
El espejo del baño chorreaba.
La cortina de la ducha seguía inmóvil.
Detrás de la puerta, todo se había vuelto silencio. Darío ya no lloraba.
Melina sabía que él, a sus nueve años, sentía lo mismo que ella. Sólo debía abrir la puerta para verle el terror.
Se levantó. Su mano tembló al tocar la cortina húmeda y tibia.
Ahora le parecía oír ruidos. No estaba segura, todo le daba vueltas.
Salió del baño.
Darío se abrazaba a su madre, que acababa de entrar en el departamento.
—Me olvidé que había dejado la ducha abierta, Meli —escuchó que le decía la mujer—. ¡Qué suerte que te diste cuenta de cerrarla! Tuve que salir tan apurada porque…
Pero Melina no la escuchaba. Ni siquiera sabía si le alegraba verla.
Ya no podría llorar junto al ataúd, y que todos los parientes vinieran a decirle “pobrecita”.
Todo se esfumaba de su cabeza, igual que el vapor en el baño.
"El aire es libre", de Claudia Cortalezzi, obtuvo una mención en Certamen de cuento Almafuerte 2004.
Muy bonito el cuento, no lo conocia.
ResponderEliminargracias por compartir.
es un placer pasar por tu casa.
que tengas una feliz semana.
un abrazo.
Muchas gracias, Ricardo.
ResponderEliminarSaludos.