Un amor embalsamado (cuento para chicos y grandes), de Claudia Cortalezzi

 



Seba aprovechó que no había nadie en el aula y corrió a revisar su mochila: entre cuadernos y hojas sueltas, tanteó el regalo que le había traído a Maru.
Está, pensó. Menos mal. Aunque lo cierto era que ya había revisado como veinte veces.
Sacó su tesoro y abrió la bolsita de franela para contemplarlo: un hermoso ejemplar de hipocampo embalsamado. No era un regalo cualquiera: su tía le había contado que los hipocampos —caballitos de mar, como les dice todo el mundo— son el símbolo de la fidelidad. “Viven toda la vida con la misma pareja.”, decía su tía. “Son un verdadero ejemplo”. Por eso él había pensado que no encontraría algo más representativo de sus sentimientos que aquel hipocampo.
Volvió a meterlo en la bolsita, y lo guardó en su bolsillo.
Ese día, Seba y Maru cumplían un mes de novios. Y como no era un noviazgo cualquiera —“los inseparables”, los llamaban en todo el cole—, sus compañeros de quinto les habían preparado una fiesta.
Y todo venía saliendo a la perfección. Hasta habían tenido la suerte de que faltase el profe de Naturales.
—¡Una hora libre! —había festejado Agustín.
Agustín, se dijo Seba, el mejor amigo del mundo.
—¿Te das cuenta, Seba? Tenemos la hora libre. Va a ser una gran fiesta. Yo te lo dije…
Pero algo no encajaba.
La fiesta empezó y todos reían y ayudaban a vigilar. No fuera cosa que se apareciera la directora en pleno agasajo y sancionara al quinto grado completo.
Y todos disfrutaban. Todos disfrutaban, sí. Todos, menos Maru.
—No lo puedo creer —comentó Flopi—. Maru, que se ríe por cualquier cosa, hoy parece una momia. ¡Mirala!
—Sí —dijo Camila, la ecologista—, yo le conté un chiste de esos que la dejan revolcándose de la risa. Y ella, nada.
—¿Estará enferma?
—No, no creo.
—¡Mirá, ahí se acercan a la mesa!
Seba y Maru se juntaron con el resto del grado. No venían tomados de la mano, como siempre.
Seba reía y hacía bromas con todos. Pero Maru, nada.
—¡Cuidado! —gritó Agustín, que en ese momento hacía de campana en la puerta del aula—. ¡Guarden las golosinas! Apaguen el IPod o sáquenle los parlantes.
—¿Qué pasa? —preguntó Seba, preocupado, mientras Maru levantaba un papel de alfajor.
—Nada —Agustín buscó en su bolsillo unas galletitas sueltas, ¡cómo le gustaban las galletitas!—. Falsa alarma. La directora pasó tan cerca que pensé…
—Bueno —interrumpió Mariano—. ¿Bailamos?
—Claro —contestó Flopi, tragándose el caramelo que acababa de meterse en la boca—. Me encanta bailar.
—Miralos —le dijo Seba a Maru—: estos son como nosotros. Y pensar que si a Mariano no se le hubiera caído la lata de coca en medio del charco…
—Sí —dijo Maru, y se le escapó un sollozo.
Él la miró sin entender.
—¿Qué te pasa, a vos?
—Nada, Seba —respondió ella, bajando los ojos.
—Seguro que está emocionada —la justificó Camila.
—No es para menos —intervino Leandro—, con tanto festejo…
—¡Cállense! —dijo Maru entre grito y llanto—. ¡Ustedes no entienden!
Seba la abrazó, y Maru lo corrió con un leve empujón.
—Me gustaría quedarme sola —dijo.
Seba se separó un poquito para verla bien.
Maru, como arrepentida de lo que acababa de hacer, le agarró la mano.
Todos se habían dado vuelta para mirarlos.
Se produjo semejante silencio que la música del parlantito del IPod parecía la de una fiesta de sábado a la noche.
Agustín dejó por un segundo la puerta y corrió a desconectar el aparato.
Y Maru:
—No sé por dónde empezar —dijo—. Ustedes ya se habrán dado cuenta de que estoy un poco triste.
Nadie se atrevió a contestarle.
—Lo que pasa es que… —tragó saliva—. Bueno, desde hace varios días vengo escuchando que mamá y papá hablan bajito. Yo sé que no me lo querían decir de golpe… —y se interrumpió de nuevo.
—Dale, Maru —dijo Flopi—, no seas tan vueltera.
Seba le apretó la mano y ella siguió:
—Es algo grave, ya me había dado cuenta.
—¿Qué?
—Pero —volvió a sollozar—, cuando me lo dijeron…
—¿Qué?
—Que dentro de un mes nos vamos a vivir a Entre Ríos. ¡Eso me dijeron!
—¿Adónde? —estalló un grito de alguna de sus amigas.
—A Entre Rii… —intentó aclarar Maru, pero no pudo terminar la frase.
—¿Dónde queda eso? —preguntó alguien.
—No sé —dijo Leandro—, como a quinientos, o a mil kilómetros de la Capital, creo.
—Guau…
Seba no dijo nada. Se metió la mano libre en el bolsillo y apretó el regalo con tanta fuerza, que sintió que lo había roto.

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