"A las 15" integra la antología Urbania, editorial Tinta Negra, 2011.
1
Pablo observaba el reloj de la cocina
siguiendo con la vista el trayecto del minutero. Hasta que llegó al doce.
Un escozor le recorrió la espalda: las
tres en punto.
Metió la mano en el cajón de la mesada y
revolvió hasta encontrar el destapador. Sacó una cerveza de la heladera y,
antes de salir de la cocina, volvió a mirar el reloj de pared. Las 15:02. Sólo
dos minutos, sólo dos malditos minutos.
¡Qué desesperación pasar a centímetros de
la puerta del departamento y contenerse, no precipitarse al ascensor y bajar
los catorce pisos y tomar un taxi y…! Si hubiese podido, Pablo hubiera salido
corriendo al encuentro con Sandra.
Prendió el televisor. Ni siquiera lo
miraba, el control remoto era su arma, disparaba y disparaba contra aquella
pantalla inútil mientras bebía del pico de la botella. Cuando se vació, Pablo
volvió a mirar el reloj.
—Las tres y cuarto —dijo.
El día anterior a esa hora ni siquiera se
imaginaba en semejante aprieto. Ni siquiera sabía que Sandra había venido a
Buenos Aires, y menos que lo llamaría.
Mañana
a las 15, había
propuesto ella.
Y Pablo había aceptado, por supuesto.
Ocultar su confusión cuando Sandra
estaba cerca se había convertido en un reflejo natural delante de la
gente —delante de Giorgio, sobre todo—. Pero, a solas con sus cavilaciones, las
voces interiores de su pensamiento —Sandra.
Sandra. Sandra—, se le volvían estruendosas, intolerables.
¿Dónde?, había preguntado él. Sólo para evitar
que ella interpretase su silencio.
En
cualquier lugar. Sandra
había dejado escapar una exclamación —¿un gemido cómplice?— que llegó a través
del cable del teléfono con la suavidad de una piel salvaje. Vos sabrás. No tenés pinta de ser un tipo
que no sepa llevar a una mujer al lugar adecuado.
Pablo había respirado hondo antes de
contestar. ¿Dónde? Si estuvieran en Nueva York la citaría en el Empire State
como Tom Hanks a Meg Ryan en Sintonía de
amor. Pero en ese momento no le convenía comportarse como el simple
proyectorista de cine que era.
En
el “Divino”, dijo.
¡Que
sos un divino! Eso ya lo sé.
Pablo sintió un calor que le ganaba las
mejillas. Por suerte ella no podía verlo.
El
“Divino”, atinó a decir,
es un lugar que te va a encantar.
Y…
¿Dónde puedo encontrar “lo” que me va a encantar?
En
Puerto Madero: Alicia Moreau de Justo y no sé, creo que Córdoba. Preguntale al
taxista.
Ok,
dijo ella, irónica, lo dejamos en manos del taxista.
¿A
las 15, entonces?
A
las 15 en punto.
2
Sandra dos meses atrás. Sandra espiada,
Sandra descubierta desde la boletería del cine. Ella miraba una vidriera en el
Shopping. Y, él, como si la estuviese viendo ahora, la recuerda así: angelical
y felina. Se parecía tanto a Nicole Kidman en Moulin Rouge…
Él se le había acercado como a un
espejismo.
Le faltarían apenas dos pasos, cuando una
voz lo sobresaltó:
—¡Pablo! ¡Qué alegría, Pablo!
Pablo giró desconcertado. Observó al
hombre: su cara le resultaba familiar, era…
—¿Giorgio? ¡Giorgio, carajo!
—Sí, el mismísimo, vos lo dijiste.
Pablo
no lo podía creer: aquel minón se le escaparía por culpa de un encuentro con
alguien a quien no veía desde un siglo atrás. A él lo alegraba mucho volver a
cruzarse con Giorgio, pero… ¡justo ahora!
—¿No
me digas que no me habías reconocido? —Giorgio lo estrechaba en un abrazo del
que Pablo no sabía cómo escapar.
—Sí, hombre —dijo, tomado distancia.
¿Seguiría ahí la rubia?—, ¿cómo no te voy a conocer? Lo que pasa es que estaba
distraído.
—Sí, sí, claro, me imagino —Giorgio
sonrió como en los viejos tiempos de camaradería—. Pero… ¡qué alegría verte,
carajo!
—¿Cuándo llegaste? —Pablo no le sacaba la
vista a la rubia—. ¿Cómo…? ¿Cómo estás?
Ella no se movía de la vidriera. Al
contrario, parecía esperarlo. Y hasta lo miraba sin disimulo. Sí, sí: era
indudable que la rubia estaba con él. De no ser así, ya habría desaparecido
hacía rato. Ahora giraba hacia la vidriera, lo espiaba por el reflejo del
vidrio. Ahora volvía a mirarlo.
—Vine a Buenos Aires por un asunto
judicial —oyó que decía Giorgio—, la sucesión del viejo. De nunca terminar…
¿Cómo lograr que aquel tarado se fuese y
los dejara a solas?
—¡Ah! —dijo—. Por la sucesión, claro.
—Te iba a llamar en un rato y avisarte
—seguía Giorgio—. Pero, mirá cómo son las cosas. A veces la casualidad te lleva
a esto. —De pronto se quedó tildado. Y dijo, pegándose una palmada en la
frente—: ¡Pero qué idiota, no los presenté!
¿A quién? ¿A quiénes tenía que presentar?
¿Al abogado? A no ser que…
—Sandra, mi novia —dijo ceremonioso
Giorgio, y se dio vuelta y le dio un beso a la rubia—. Pablo, mi amigo de la
infancia —sonrió con tristeza—. El que hizo bien en no darme bola de rajarse
conmigo a Bahía.
Y, apenas aquella boca le rozó la
mejilla, los pies de Pablo se hundieron en arenas movedizas.
Sandra, la novia de su amigo, ahora lo
miraba a los ojos como esperando una respuesta. Giorgio y él habían crecido en
casas vecinas. De chicos compartieron fútbol, bicicleteadas… Cada cosa que
habían hecho juntos formaba parte de los mejores recuerdos de Pablo. Aquel
pacto de sangre en el campamento de primer año, la época en que empezaron a ir
a bailar, a conquistar a tal o cual chica. Él siempre había ganado, aunque a
veces le cedía el puesto a Giorgio sin que lo notase. Y ahora Giorgio, que se
había radicado hacía años en Bahía Blanca, volvía y le contaba que él era el
novio; que era el novio de ella. ¿Qué
le estaba pasando? ¿Acaso sentía envidia? No, envidia no. No era ese estúpido
provinciano quien lo perturbaba. Era esa mujer: “Sandra”. Esa mujer que no
dejaba de mirarlo haciéndose la inocente.
—Eh, hombre, saludámela de una vez. ¡No
te vas a hacer el tímido ahora, che!
Trató de serenarse, de ignorarla. La
novia de un amigo era sagrada.
No podía recuperarse. Tomaban algo los
tres en el café de la planta baja del Shopping.
—¿Hasta cuándo se quedan?
—En realidad —Giorgio pareció dudar—. No
tengo mucha idea de…
—Hasta el viernes —contestó ella, y miró
a Pablo por encima del borde de su pocillo.
—Hoy es miércoles —le dijo Pablo—.
Podríamos vernos mañana.
—Sí —dijo Giorgio—. Aunque tenemos todo
el día ocupado, nos vamos a hacer un hueco. Vos viste cómo es esto: cuando uno
viene a Buenos Aires, quiere hacer lo que no hizo en años. A propósito, ¿cómo
anda tu vieja?
—Vieja.
—Mandale un beso, animal.
—Le digo, le digo —Pablo se esforzaba en
no mirar el escote de Sandra—. ¿Y la tuya?
—¿Mamá? Mirá, si la ves no la reconocés.
Está bárbara, hasta volvió a dar clases.
—¡Qué bueno!
Entonces, Sandra dijo, y fue como si al
hablar le hubiera robado el aliento:
—Mi suegra es un amor.
Sus ojos se encontraron. Placer y miedo.
Él había creído que ese incendio provocado por una simple mirada no existía en
la vida real, que le pasaba sólo a los protagonistas de películas complicadas,
como El paciente inglés.
—El mes que viene es mi cumpleaños —decía
Giorgio, en su propio mundo— y vamos a hacer una fiesta. Venite a Bahía, te va
a gustar.
—¿A Bahía Blanca? Vos estás loco, son
como quinientos kilómetros.
—Te quedaste bastante corto, amigo. Son
como setecientos.
—Con más razón. Feliz cumpleaños, que lo
pases lindo.
3
Se miró en el espejo del zaguán mientras
esperaba que lo anunciasen. El espejo le mostraba un Pablo terriblemente
cansado. Y el mareo aún persistía, tal vez por la presión baja —había llovido
desde que salió de Buenos Aires—, tal vez porque su asiento estaba en el nivel
superior, y el micro no paró de bambolearse en todo el viaje.
Para qué engañarme, pensó. Era el
inminente encuentro con Sandra lo que obraba esas maravillas en su cabeza.
Sólo necesitaba verla, comprobar que
Sandra era una calentura, nada más que eso. Verla y después volver a su vida de
siempre. Pero aún así lo dominaba el impulso de salir corriendo lo más rápido
posible, de volverse a Buenos Aires y olvidarse de ella, de no verla jamás en
la vida.
Echó un vistazo al salón: su amigo ya se
le acercaba abriéndose paso entre los invitados. ¡Qué maravilloso si el tarado
de Giorgio y él nunca se hubieran conocido!
—Sandra anda por ahí —dijo Giorgio
después de saludarlo, gritándole al oído por encima de la música—. ¡Ahí está!
—y lo tomó del brazo—. Seguro que no lo va a poder creer.
—¿Por?
—¿Por? Se pasó toda la semana diciendo
que no ibas a venir.
¡Así que se había acordado de él!
Entonces alcanzó a verla. Iluminada por un haz de luz, charlaba con un grupo de
mujeres.
—¡Pablo! —Sandra alzó la mano al
descubrirlo, se acercó a él y, tomándolo del brazo, lo llevó hacia sus amigas.
Le presentó a cada una, y Pablo se sintió exhibido como si estuviese de oferta,
regalado. La voz de Sandra decía que él era un buen candidato, soltero...
Pero eso no era lo que más lo apabullaba,
sino los ojos de gata de ella. Sandra lo miraba como si los demás no
existiesen.
Y en el momento de la cena, ella se sentó
a su lado.
Él ya no oía las voces ni la música. Sólo
escuchaba su dulce voz, su risa alegre y medida.
Ella se acomodaba en la silla. Pura
sensualidad. Se cruzó de piernas y le rozó la pantorrilla, como acariciándolo
en secreto. Como aquella mañana cuando él había preparado la mesa para dos y
proyectaron una vida juntos. Sandra en su bata de seda mal abrochada, mostrando
la desnudez de su pecho. La fantasía había resultado tan real… Y ahí había
quedado la mesa, vacía.
Hasta la comida parecía parte de una
alucinación. El ruido de los cubiertos, el murmullo, el mozo yendo y viniendo,
sirviéndolo una y otra vez. Las figuras humanas, desteñidas formas que se deshacían
en la bruma. Lo único verdadero era ella.
Amanecía. Y los demás de la mesa, incluso
Giorgio, seguían en la pista de baile. Y ella le dijo:
—¡Pablo, si te hubiera conocido antes! —pero
ahora no se reía.
Si te hubiera conocido antes…
¿Realmente ella había dicho eso?
Y Sandra:
—No entiendo qué me está pasando con vos
—no le apartaba la mirada—. Me estás volviendo loca. Loca de amor —le tomó la
mano con tal suavidad, que Pablo se quebró.
Él quiso hablar, pero le temblaban los
labios. Ante la primera palabra no podría retener las lágrimas. Apretó las
mandíbulas, se conformaría con contemplarla, guardar su imagen. Era la novia de
su amigo.
¡Que se vaya!, pensó. Yo tendré su
recuerdo, como tantos otros recuerdos.
Se levantó de la silla y caminó unos
pasos, tambaleándose entre el gentío.
Sin querer o queriendo —¿cómo saberlo?—
giró hacia la mesa y vio que ella lo seguía de cerca.
Pablo se escapó, se mezcló con los
cuerpos oscilantes. Lo empujaban de un lado a otro, hasta que quedó pegado a
Sandra. El deseo era tan intenso, el delicioso sabor de la respiración de ella
tan atractivo.
De vuelta en Buenos Aires.
De pie frente a la puerta, ni siquiera
pudo introducir la llave. Él, que siempre se había vanagloriado de vivir solo,
ser libre; ahora, con el bolso colgándole estúpidamente de la mano, no se
atrevía a abrir y encontrar el departamento vacío.
En unos años, se dijo, Sandra se volvería
gorda y fea y arrugada.
Pero faltaba mucho para eso.
Lo que esa mujer había conseguido con el
solo roce de su mano, con eso de que si se hubieran conocido antes…
Después de una larga ducha, se metió en
la cama. Curioso, se dijo. Cuando compró esa cama le había parecido pequeña. Y,
ahora…
Buscó la agenda y llamó a la primera en
la lista alfabética, Andrea, una de las más indicadas para no dejarlo pensar.
La esperó con dos copas de champagne.
Apenas media hora después, no bien abrió
la puerta y la vio, Pablo se dijo que no tenía sentido. ¿Para qué la había
llamado?
La tipa lo abrazó y lo besó con pasión,
como en los viejos tiempos. Pero ahora no eran los viejos tiempos.
Se apartó de ella. No tenía ni punto de
comparación con Sandra, ni cerrando los ojos.
¡Cerrando los ojos, eso era!
—Hagamos un juego —dijo sirviendo el
champagne—. Vos, decime Giorgio.
—Bueno, y vos llamame… —dejó su copa
sobre la mesa y se acercó a él, en una estúpida parodia de mujer fatal—.
Llamame Carmen.
—¡No! —gritó sin querer—. No. Me gustaría
más decirte Sandra.
—Carmen, Sandra, Blancanieves —ella se
reía mientras le desabrochaba el cinto—. Sandra me da lo mismo, decime como
quieras. Sandra está bien —y volvió a besarlo.
Andrea ya no era Andrea. En cada
movimiento de la mujer, Pablo le daba vida a Sandra. Podía adorarla… Pero la
ilusión era difícil de mantener. Como en flashes, el cuerpo de Andrea se entrometía
entre los dos. Aunque por momentos él no estaba en la cama con Andrea sino con
Sandra. Era descabellado. Se vio como Tom Cruise en Vanilla Sky cuando Cameron Díaz se apareció en el lugar de Penélope
Cruz.
El juego siguió, Andrea volvía a desaparecer.
Y su Sandra lo llamó “Giorgio”
durante toda la noche.
Abrió los ojos poco después del amanecer.
La mujer roncaba, su saliva había mojando
la almohada.
Sintió asco de ella, sintió asco de sí
mismo. ¿Cómo había podido? ¿Cómo había podido imaginarse que eso era Sandra?
Pensó en Giorgio. En ese mismo momento,
él también tendría a una mujer en su cama. Y esa mujer sería la real, la
verdadera.
La idea lo angustió. ¿Qué derecho tenía
aquel gordo imbécil a ser tan feliz?
¿Y si Giorgio jugaba con él? Tal vez
Sandra no era su novia, hasta el nombre podía ser inventado. Giorgio se estaba
vengando de tantas cosas… A lo mejor ella lo había visto en una foto de cuando
eran adolescentes y le había pedido que se lo presentase y… No, se dijo, no te
engañes, Pablito. Una mujer así no se interesaría por un don nadie.
Pero, ¿por qué no? Su amigo, que era todo
un profesional, no veía a Sandra como él la veía, en cada rincón de su casa.
Andrea se había levantado y lo llamaba
desde la cocina, le preguntaba qué iba a desayunar.
—Nada, nada —dijo Pablo—. Se me hace
tarde. ¿Te acompaño a tu casa? ¿Te llamo un taxi?
La tipa hizo una mueca de fastidio, dejó
las cosas del desayuno, levantó la cartera y el tapado y se fue pegando un
portazo.
Cuando Pablo llegó al trabajo, habló con
el encargado y se ofreció a hacer horas extras.
Todos los días a la salida del cine se
paraba frente a aquella misma vidriera donde la había visto por primera vez.
Después volvía a su casa caminando, para hacer tiempo. Apenas comía, ya ni se
afeitaba.
Hasta que una noche ella lo llamó por
teléfono.
—Estoy en Buenos Aires y me gustaría
verte.
—¿Viniste sola?
—Sí, aquél no podía. ¿Qué te parece si
tomamos un café?
¿Aquél?
—Bueno, sí… cuando quieras —contestó
Pablo tratando de disimular su sorpresa. ¿A qué venía el desprecio hacia el
buenazo de Giorgio? ¿Aquél?
—Mañana puedo, tengo un rato libre.
—¿Tipo?
—¿Qué decís? —preguntó ella, risueña.
—Que a qué hora.
—Mañana a las 15.
El resto del día fue como si estuviese
tratando de pasar por un remolino. Sólo pensaba en la suavidad de aquella mano.
Él había sido el dueño de esa porción de Sandra durante un instante, nada podía
cambiar la felicidad de haber disfrutado.
Pablo cerró los ojos: un Giorgio
adolescente acudía desde el pasado, venía a empañarle el recuerdo.
—¡No!
—le gritó.
Abrió los ojos y miró a su alrededor:
estaba solo. Solo en su departamento.
Se llevó la tele a la habitación,
cualquier cosa que lo distrajera venía bien.
La película era una comedia que no
avanzaba.
Y la vida de uno es tan breve…
Mañana
a las 15, había dicho
ella.
“Mañana a las 15.” “Mañana a las 15.”
Estaban haciendo el amor en la playa ante
la inminente tormenta. La arena se arremolinaba con el viento, los envolvía,
áspera. Sandra reía feliz. Después se levantaba, corría por la playa. Él la
seguía, pero ella se perdía en la vorágine de arena antes de que comenzara a
llover. Y la lluvia se volvía oscura, de sangre. Y lo cubría todo, hasta las
huellas.
Pablo despertó de golpe.
El sol del mediodía le daba de lleno en
la cara.
Tenía una cita con Sandra a las tres de
la tarde en el Divino.
Se quedó en la bañadera hasta que tuvo
escalofríos.
Agarró la tijera y se recortó la barba,
después se pasó la afeitadora.
Eran las dos y media. A Puerto Madero
llegaría en diez minutos, no había apuro.
A las tres menos diez buscó un sweater y
guardó la billetera en el bolsillo. Con las llaves en la mano fue hasta la
puerta, abrió…
…y se detuvo en seco.
Giorgio.
Giorgio empuñando un revólver.
Cerró la puerta al instante y espió por
la mirilla: Giorgio había desaparecido.
Pero no podía salir. La sola idea de
abrir de nuevo la puerta y encontrarse cara a cara con su amigo, tener que dar
explicaciones antes de que le metiera un balazo… O peor, la sola idea de no
encontrar a nadie, de comprobar que acababa de ser visitado por su primera
alucinación.
Con la garganta seca, fue a la cocina y
pasó diez minutos observando el minutero.
A las tres en punto dejó de mirar el
reloj, buscó el destapador y una botella de cerveza helada que bebió frente al
televisor mientras aporreaba el control remoto.
Tal vez la había perdido.
De golpe se levantó.
Ella estaría esperándolo. Podría ir
corriendo y…
Pero no.
¿Por qué no?
Volvió a la puerta.
No se atrevió a abrirla. Ni siquiera a
mirarla.
La música que llegaba desde el televisor
parecía cada vez más fuerte, insoportable.
Buscó otra cerveza.
En cierto modo él era inocente.
Caminaba por el departamento. Una y otra
vez el mismo recorrido. Y la botella se estaba vaciando. Buscó otra y otra.
Del entorno se desprendía un movimiento
sutil. Había voces en las paredes. Voces que le decían que fuera, que no fuera,
que ella… que qué se creía. La remota voz de su madre, desde el fondo de los
años: ¡Mirá quién vino! ¡Dale, Pablo,
apurate que Giorgio te está esperando!
Miró su reloj de pulsera. No lo veía
bien. ¿Eran las cuatro y cuarto?
Había pasado mucho tiempo, muchísimo
tiempo.
Abrió la ventana. Nunca lo hacía. A esa
altura el viento resultaba insufrible.
El aire fresco entró violentamente. Hubo
un chiflido, y el vendaval arrastró la lámpara de pie. Él no le hizo caso y se
asomó. Gélidas ráfagas monstruosas le cortaban la respiración.
¿Quién era la mujer que caminaba por la
vereda de enfrente?
Los ojos le ardieron cuando los obligó a
la identificación.
Los primeros relámpagos desgarraban el
cielo.
Apenas podía distinguir a la mujer entre
la gente, como si un halo de bruma la envolviera.
La calle se iluminó por unos segundos y…
¿Sandra?
¡Sandra venía a buscarlo!
—¡Sandra! —gritó—. ¡Sandra! ¡Sandra, mi
amor!
Curvó la cintura sobre el alféizar. La
veía tan bien, no parecía que los separaran catorce pisos.
No estaban tan lejos: ella se elevaba, se
elevaba.
Pablo se sostuvo el pelo sacudido por ese
viento imposible. Nada debía interponerse entre su mirada y la mujer de su vida.
¡Y ella cada vez más cerca, más cerca, su melena flotando como las serpientes
de Medusa!
Él estiró la mano fuera de la ventana y
tomó la que ella le ofrecía.
Entonces Sandra comenzó a alejarse.
Y él supo que no podía dejarla escapar,
no esta vez.
*
La madre de Pablo ya no lloraba a un
costado del ataúd. Hacía unos minutos que se había acurrucado en un rincón.
Sandra dejó a Giorgio, caminó hacia la
mujer y se sentó junto a ella.
—A las tres nos íbamos a encontrar.
La madre alzó la vista.
—Querida… Estás confundida, eso es lo que
pasa.
—Yo lo había llamado, señora.
Giorgio se les acercó.
—Giorgio —dijo la mujer alargando su mano
como queriendo tocarlo—. Yo les agradezco tanto que hayan venido…
—Vamos —dijo él tomando a Sandra del
brazo—. Ya nos vamos.
—Necesito decirlo —siguió ella—: yo lo
había llamado a Pablo. No bien llegué a Buenos Aires lo llamé.
—¿Qué estás diciendo? —Giorgio le
presionó el brazo pero no la miró—. Disculpe —dijo dirigiéndose a la mujer.
—Nos íbamos a encontrar. Pablo y yo nos
íbamos a encontrar ayer mismo.
—¿Qué decís? ¿Qué estás diciendo? ¿Te
volviste loca? ¡Dejala en paz!
—Continuá, querida —la mujer tenía la voz
más áspera ahora—. Giorgio, dejala hablar. Le va a hacer bien.
—La cita era a las tres en punto, pero él
nunca llegó.
Sandra se llevó las manos a la cara y
lloró con tanta angustia que la mujer la abrazó, consolándola.
Giorgio se quedó mirando fijo,
ensimismado, como si no oyera ni viese.
La mujer se separó lentamente de Sandra y
la miró con ternura. Le acarició el pelo, las mejillas húmedas.
—No te lo conté —dijo Sandra desviando la
mirada hacia Giorgio—, porque era una sorpresa. Era mi regalo. Quería pedirle
que fuera nuestro testigo de civil.
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