Su propio cielo (cuento)

Parmer echó una mirada al monitor testigo, el conteo seguía. Guardó la información de ese instante: 90.368 segundos desde el despegue. Dividió y restó —su ejercicio cerebral diario—: setenta y seis días, nueve horas, doce minutos y ocho segundos de azaroso periplo.
Otra vez su cálculo daba perfecto.
Sonrió. Y se dio cuenta de que sonreía por costumbre: desde que tenía capacidad de discernimiento había sonreído ante una operación mental perfecta. Ya nada lo hacía sonreír de verdad. Todo se veía opaco ahora, hasta sus grandes planes. Ni siquiera estaba seguro de que encontrar el Planeta Blanco fuera su verdadero deseo. ¿Existiría realmente tal planeta?
Setenta y seis días, se dijo.
Bah, de todos modos qué importaba desde cuándo estaba encerrado en la nave, aquel era un viaje sin retorno.
En las últimas semanas, Parmer se afeitaba por inercia, se pesaba en la balanza osciladora por inercia, comía y se masturbaba por inercia.
Y algunas veces, cada vez menos, soñaba. Soñaba que encontraba el Planeta Blanco, que conseguía la aproximación suficiente para el descenso. Pero el esfuerzo por soñar con un futuro afuera de la nave era tan intenso que de a poco le iban borrando los recuerdos. Ya ni podía traer al presente la cara de Mechi, sólo su pelo y sus ojos verdes en el vacío.
Algo llamó su atención, una diferencia de luz en el comando: el teletipo… ¿titilaba? ¿Desde cuándo? Seguro que el radar había detectado un elemento extraño, un meteorito.
Parmer espió hacia el rincón de la criocelda —otra de las cosas que hacía por costumbre—: su reemplazo aguardaba. Un complejo mecanismo de transmisión de ondas, implementado por el doctor Machetto, arrancaría al otro Parmer del letargo en cuanto él expirara la última bocanada de vida. El otro Parmer: una réplica exacta de Parmer mismo. Recordó aquella tarde, no hacía un año, cuando vio por primera vez a su reemplazo. Cuánto lo había impresionado reflejarse en ese otro.
—Se le han implantado sus rasgos de carácter, sus sentimientos —le comunicó Machetto—. Sólo faltan los recuerdos.
—¿Los recuerdos?
—Acompáñeme, por favor —dijo el investigador. Y lo condujo a un laboratorio—. Aquí se harán los duplicados.
—¿Los duplicados de…?
—De recuerdos, sí. Todos sus recuerdos se copiarán en el nuevo Parmer. Así, el día que él despierte, será usted mismo.
—Pero, ¿qué pasará con los recuerdos nuevos, como los que vaya generando durante el viaje, por ejemplo?
Machetto sonrió, condescendiente.
—Un transmisor portátil —dijo—, por oscilación de frecuencias, se encargará de eso. Los hechos se irán almacenando en la memoria de su doble, produciendo recuerdos al mismo tiempo que en su propio cerebro —le obsequió tiernas palmaditas—. Despreocúpese, mi amigo, todo ha sido calculado.
—¿Y cómo sabré que ya no soy yo sino mi doble? Porque si él será yo mismo, y yo habré muerto…
El otro lanzó una carcajada.
—Habrá un pequeño lapso de silencio, precisamente en el momento del cambio. —Y se alejó displicente.




Parmer volvió a detener la mirada en el teletipo: seguía titilando.
Miró hacia afuera por la escotilla apenas abierta. No, se dijo, nada de meteorito. Desde su posición, frente a los controles, se veía un reflejo infinitamente claro.
De golpe empezó a pensar que… No, no debía ilusionarse.
Pero…, se dijo, desplazándose con lentitud, con miedo de que no fuese real, hacia la escotilla. Pero… es tan… tan claro.
Y lo vio.
El Planeta Blanco.
Más nítido de lo que hubiese osado imaginar: un colosal reflector en el cielo infinito.
Corrió a los controles. Había fijado un rumbo al azar, no tenía idea de hacia dónde había avanzado. ¿Cómo transmitiría las coordenadas a la Tierra?
¿Y cuánto tiempo había pasado desde la última comunicación? Un mes. Más de un mes, lo decía su diario.
Desde entonces había recibido varios llamados, que no respondió. ¿Para qué? ¿Acaso podían regresarlo?
Y la nave se fue convirtiendo en un ente silencioso, un fantasma. Como él mismo. Hasta esa cosa que era Parmer ii parecía más viva que él.
Decidió volver a hablar, ejercitar las cuerdas vocales. Nunca había abandonado sus ejercicios físicos y mnemónicos.
—Ojalá que jamás despiertes —dijo en dirección a su doble, inmóvil en la criocelda.
Se asombró al oírse. Una voz ronca, pesada.
Mucho tiempo sin abrir la boca, pensó.
Sí, debía hablar. Llegaría el día en que le sería necesario y…
—Necesario, sí —dijo—. Será necesario —y ahora la voz le sonó más parecida a lo que recordaba de su propia voz.




Siete, ocho, quince llamados a la Tierra.
Nada, nadie velaba por él al otro lado del universo. ¡Lógico, qué iban a esperar! Para la nasa ya estaría muerto, tanto tiempo sin responderles…
Volvió a mirar por la escotilla: la claridad se iba acomodando a medida que sus ojos se habituaban.
Flotó hacia el lado opuesto de la nave: las estrellas se veían igual que desde la Tierra, a la misma distancia que cuando las observaba en su terraza. Pero, aunque el cielo fuera el mismo, Parmer sabía que éste era su propio cielo. Un cielo que nadie había navegado, el lugar de sus sueños.
Toda la vida se había preparado para su primer viaje. Su único viaje. Y, cuando el momento finalmente había llegado, lo había tomado con la mayor naturalidad: se lo tenía merecido. Tantas horas sin dormir, los amigos que fue perdiendo, tenían por fin una justificación.
En sus primeros días en la nave, Parmer había observado las distintas tonalidades de la Tierra. Al principio veía una zona más clara en los océanos, pero pronto no distinguió nada. La Tierra se le fue convirtiendo en una estrella más. Una estrella que apenas lograba un tenue brillo con la luz que robaba a otra estrella, a una verdadera. Desde su puesto de observación, la Tierra había terminado por ser un reflejo de lo real.
Atesoraba en su memoria la gran fiesta del adiós. Medio planeta había observado su hazaña por Internet. Una periodista —Mechi era su nombre, o sobrenombre— lo había acechado semanas y semanas, antes de su partida, exigiéndole detalles. A Parmer le había resultado divertido manipularla, citarla a la madrugada para dejarla sentada en un sillón como una estúpida viéndolo trabajar.
Y pensar que ahora él, solo y encerrado en una cápsula de diez metros cuadrados, dedicaba el tiempo completo a pensar en ella. Parmer extrañaba su perfume, su esbelta silueta vencida por el sueño. Lamentaba no haberla filmado. Ya era tarde, nunca más la vería. En cambio, ella tenía tantas grabaciones suyas…
Aquella tarde del adiós, Mechi lo había mirado a los ojos. Recién en ese momento él la había mirado a ella los ojos. Mechi tenía los ojos verdes y el pelo castaño oscuro recogido en una gruesa trenza. Ahora imaginaba él cómo se vería ella sin la trenza. Se la representaba desnuda, cubierta con su pelo. Una diosa. Una virgen.
Y aquella última tarde, Mechi, sin apartar la mirada, le había tomado las manos con una suavidad inimaginable —él todavía podía sentir el roce de aquella mano de seda—. Y le había pedido que le dejase algo.
—Una foto, no sé.
Y él había sacado la billetera para buscar el documento, y en el momento de entregárselo se había dado cuenta de que allá, adonde se dirigía, no necesitaría nada: ni documentos ni tarjetas de crédito ni efectivo. Ni siquiera la cédula de identificación de la nasa. Entonces le había regalado la billetera completa.




Y ahí —¡al fin!— estaba el Planeta Blanco.
Por primera vez pensó que tal vez Dios existía, que su nave había sido guiada por Él. Por primera vez deseó haber aprendido alguna oración de agradecimiento. Pero sólo recordó unas palabras.
—Padre nuestro, perdona nuestros pecados.
Y sintió una lágrima ardiéndole al materializarse.
Su nave era atraída por la gravedad del Planeta Blanco: lo estaban absorbiendo. Se hundía más y más en un vórtice de luces y sombras, un vértigo que lo enajenaba en delirio hasta hacerle perder la conciencia.




Cuando despertó, la cabeza se le partía de dolor. Fue incorporándose, mirando hacia todos lados. Un viento cálido, cargado de finas partículas, le lastimaba las mejillas. Parmer se descubrió al aire libre, echado boca arriba en una calle de tierra. Una tierra liviana y blanca que no le permitía ver. O sí, pero todo lo intuía como a través de una cortina transparente y movediza.
Como fuese, ya no estaba en la nave.
El viento cesó de golpe, y Parmer pudo ver que el mundo al que había llegado era igual a su antiguo mundo: edificaciones, personas yendo de un lado para otro. Todo igual, salvo por un granulado en los contornos de las cosas y de la gente.
Un uniformado —vestía y se movía como un militar salido de una película— se le acercó:
—Documentos.
¿Documentos? ¿Le pedía documentos? ¿En su propio idioma, además? Insólito.
—¿Cómo es que entiendo lo que me pide? —dijo.
—Copiamos su lenguaje —la voz del uniformado le perforaba los oídos —. No importa de dónde venga o el dialecto que utilice. Nuestra especialidad es la comunicación —tomó aire—. ¡Documentos!
—No tengo —atinó a decir.
—¿Cómo se le ocurre irrumpir en nuestro mundo sin documentos? ¿Cómo sabremos de dónde proviene?
—De la Tierra —balbuceó Parmer.
—De la Tierra, de Marte. Todos dicen lo mismo.
Era una conversación ridícula. Se le ocurrió que tal vez nunca había logrado aterrizar, que la nave se había estrellado, que…
—¿Dice que viene de la tierra? —ladró el otro.
—Se lo juro, señor…
—Nada de jurar. ¿Tiene dinero?
—¿Dinero?
—Claro, hombre. No pensará vivir del aire.
Vivir del aire, pensó. No, claro que no pensaba vivir del aire, pero tenía que haber una forma de conseguir dinero.
—Puedo trabajar —dijo.
—¿Trabajar? Usted qué se ha creído. El trabajo es para nosotros, ¿por qué habríamos de dárselo?
—Y… ¿qué puedo hacer?
—Lo de todos —chilló el uniformado.




Parmer entró en la jaula. Los barrotes, acaso incorpóreos, apenas se advertían. Seres deformes, animales, devoraban un pastiche azulado, tan granulado como ellos mismos.
—Si toca los bordes de la jaula —le advirtió un enano rojo y peludo, que se le acercó volando—, se congela. Y no querrá saber lo que hacen con los congelados.
Parmer asintió.
Miró hacia la entrada: el uniformado seguía ahí. Conversaba con un custodio. El guardián de la puerta, pensó él.
En ese momento, vio que el custodio se le acercaba.
—Usted tendrá una hora diaria de vida —oyó—, el resto del tiempo nos prestará su cerebro para extraer información. Una hora para alimentarse, eso es todo. Ésta es su hora de hoy, no la desaproveche.
El uniformado se estaba yendo. Y Parmer necesitaba saber…
—¿Mi nave? —alcanzó a preguntar.
—Se incendió al tocar la superficie —le gritó el otro mientras se alejaba. De golpe giró y le sonrió dejando al descubierto una sonrisa infecta—. A propósito, lo que fuese que viajaba en la criocelda, ha escapado.
Parmer pensó en el momento de silencio que debería recordar si… Pero no estaba seguro, todo en ese planeta era demasiado confuso.




Su propio cielo, de Claudia Cortalezzi, apareció en la revista Próxina nº 6.

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