María Elena Walsh, dos y dos son tres (artículo), por Claudia Cortalezzi

 
 





Publicado en "Vidas breves", suplemento Cultura del diario Perfil, abril de 2012 



Iluctrado por Marta Toledo


Aprendí sus canciones de memoria sin haberla oído cantar.
Ignoraba de dónde venían Manuelita, El reino del revés, La reina batata, La pájara Pinta o La vaca estudiosa. No me inquietaba saberlo: las canciones estaban ahí, en boca de todos. Y no importaba si pertenecían a uno o a diez autores; a nosotros nos hacían bien. Y digo “nosotros” porque estoy convencida de que no fui la única de mi generación que creció con esos versos dando vueltas en la cabeza, cantándolos bajo la lluvia o bajo la ducha, cantándolos hasta caer dormidos.
Y así, como sus melodías y sus letras, un día apareció María Elena —María Elena a secas, porque María Elena había una sola—, apareció con sus poemas y su voz. Y me enteré de que todas esas canciones eran de ella y solo de ella. Fue entonces que empecé a buscar, quería interiorizarme sobre su vida. Conocí sus orígenes, que había nacido en Buenos Aires, en el barrio de Ramos Mejía, el 1º de febrero de 1930. Que su madre era argentina y su padre inglés, un ferroviario que tocaba el piano y cantaba canciones de su tierra. Que vivían en un gran caserón con un jardín con rosales, limoneros, naranjos y una higuera; donde también había un gallinero y algunos gatos.
Me la imaginé chiquita, en uno de aquellos atardeceres, sentada en el borde del taburete, intentando corear lo que ese hombre grande, que era su padre, tarareaba para ella. Para ella que creció amando la lectura, y que a los 15 años publicó un poema en una revista. Que poco después escribía para uno de los grandes diarios del país.
Y no pasó mucho hasta que editó su primer libro, Otoño imperdonable —que recibiría el segundo premio Municipal de Poesía y sería alabado por la crítica—, en 1947, cuando ella aún no terminaba sus estudios en la Escuela Nacional de Bellas Artes.
Después vendrían otras historias como Apenas Viaje, Baladas con Ángel, Tutú Marambá, La Mona Jacinta, La Familia Polillal, Hecho a mano, Dailan Kifki, Cuentopos de Gulubú, Versos para Cebollitas, Juguemos en el mundo, El brujito de Gulubú, El Mono Liso, Canciones para Mirar. No creo que haga falta que me extienda transcribiendo la larga lista de poemas, novelas, cuentos, canciones, ensayos y artículos periodísticos que llevan su nombre. En algunos de ellos se deslizaba ya su sutil denuncia social.
Mientras leía que María Elena frecuentaba los círculos literarios, me imaginaba cómo serían aquellas reuniones. Me los representaba leyéndose unos a otros.
También viajé imaginariamente con ella al pasado, a 1949, cuando Juan Ramón Jiménez la invitó a los Estados Unidos. Y la saludé con la mano cuando partió hacia París con Leda Valladares, con quien formaría el dúo “Leda y María”.
Internada de pies a cabeza en su historia, arribé a la época más esperada: cuando comenzó a escribir versos y textos infantiles. Esos que recordamos todos, que de generación en generación siguen acompañando a miles de argentinos.
Recuerdo que mis maestras del primario siempre tenían a mano alguna de sus canciones, como Canción del estornudo o Canción del jardinero para los actos del día del niño o del maestro. Cualquiera que eligieran era éxito seguro: hasta la directora las entonaba de principio a fin.
A Manuelita, por ejemplo, aún hoy puedo verla en mi fantasía como entonces: en la peluquería, planchada del derecho y del revés, o intentando caminar sin caerse sobre los tacos de sus botitas.
Pasados los años, María Elena Walsh recibió el nombre de Ciudadana Ilustre de la Ciudad de Buenos Aires, Doctor Honoris Causa de la Universidad Nacional de Córdoba y Personalidad Ilustre de la Provincia de Buenos Aires.
Falleció el 10 de enero de 2011, en Buenos Aires.
Pero, los que fuimos chicos en los ’70 crecimos llevando sus versos a cuestas con tanta familiaridad que se nos escaparon de la boca y del corazón no bien tuvimos un hijo o un sobrino a quien cantárselos.






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